21.2.07

Periodista no come periodista

Sonia Martínez

Hubo un determinado momento en el que se me pasó por la cabeza ser corresponsal de guerra. Fue en primero de carrera, leyendo las aventuras de Kapuscinski, de Manu Leguineche, y del Herr de “Despachos de Guerra”. Pensaba que es de ese tipo de cosas que no eliges, sino que te atrapan irremediablemente a ti. Pero se me pasó.

Y con esta idea, con la de volver a sentir la necesidad de ser corresponsal, acudí a la conferencia del martes día 30 en el Instituto Cervantes, en la que profesionales del oficio iban a debatir en qué consiste hoy la figura del corresponsal.

Yo pensaba que no era lo mismo ser un reportero – a secas- que un corresponsal de guerra. Sin embargo, Alfonso Armada se define como reportero, eludiendo así la figura del corresponsal de guerra, que, en su opinión, “tiene demasiado glamour”. Todos los ponentes coinciden en que hoy prima el espectáculo por encima de la información, y en que se está, desgraciadamente, configurando un periodismo que se podría calificar “de hotel”.

Ya no se buscan las historias personales, las consecuencias de la guerra, el contar algo que nadie más pueda ver, que no pase por el filtro militar y de las fuentes oficiales. Es muy fácil ir a la rueda de prensa que da el jefe de los marines norteamericanos en Irak y transmitir al pie de la letra lo que se ha dicho en ella. Es también muy fácil quedarse en el hotel, hacer un par de llamadas, y escribir después un batiburrillo de lo que dicen las agencias o, lo que es peor, de lo que dice el reportero de la competencia y que sí se ha atrevido a salir a la calle a enfrentarse a sus miedos.

Gervasio Sánchez apunta que “a la guerra hay que ir a sufrir”; y también considera que “un gran periodista debe ser ante todo el que huye del protagonismo”, al que no le interesan en absoluto los premios y el que siente que la guerra no es un espectáculo, el que escribe buenas crónicas tanto al lado de su casa como en un conflicto lejano. Para él, la guerra mejor cubierta fue la de Vietnam, y después, desde Los Balcanes, considera que “ha habido un gran silencio”, que “el periodismo ha ido cada vez a peor: Poderes ajenos a la comunicación han invadido la esfera de poder, sobre todo en EE.UU. y en Francia, donde las multinacionales controlan los periódicos y los medios en general”. En opinión de Gervasio, “en España ocurrirá lo mismo dentro de unos diez años”.

Todos recuerdan con tristeza la reciente pérdida “de uno de los más grandes”, Ryszard Kapuscinski, para quien era completamente incompatible ser un cínico y a la vez dedicarse al periodismo, para quien era imprescindible vivirlo todo sobre la guerra antes de escribir nada sobre ella, y para quien también era inconcebible que los medios únicamente se dediquen a reproducir las informaciones de siempre y dejen de lado a un gran continente como es África, en el que se desarrollan a diario miles de historias y de conflictos que es preciso tratar y conocer. Alfonso Armada dice que hoy haya más capacidad, más medios para captar y transmitir la información, y a la vez se dé una información de menor calidad en los medios de comunicación.

Así, en esta situación, ¿qué puede aporta hoy un corresponsal? Miguel Murado, el más joven de los ponentes, señala que “el corresponsal - o enviado especial- no es una figura estrictamente del periodismo. Antes ya se escribían cartas informando de lo que ocurría en otros países. En el siglo XIX, diplomáticos, espías y periodistas tenían en el fondo el mismo trabajo”. Sin embargo, para Miguel, “el compromiso con la verdad es diferente en los tres casos”. La aportación más importante de la figura del corresponsal es que con su trabajo ha conseguido acabar con la gloria militar.

Como bien apunta Murado, si reducimos el trabajo del periodista a una misión utilitaria, hoy quizá se podría prescindir de él, ya que la información se podría seguir obteniendo por otros medios. No hay que olvidar que a veces, incluso los hechos se conocen antes gracias a las agencias que al trabajo real del reportero. Así, para Miguel, la función que hoy podría cumplir un corresponsal, sería la originaria, es decir, la de ser “un referente literario”. No en vano, “las crónicas que han sobrevivido no han sido las más precisas, sino las mejor escritas, las más literarias, aquellas que “rompen el río de hielo que llevamos dentro”, tal y como dijo Kafka”.

Y con esta frase y estas ideas en la cabeza – y en mi libreta- vuelvo a casa, para pensar y recuperar esos libros, esas aventuras, esa pasión por el periodismo y por el riesgo que nunca me abandonaron y que quizá, algún día, me harán decir a mis amigos: “yo no soy corresponsal de guerra, sino, simplemente, reportera”.

5.1.07

No sólo tabaco en el homenaje a La Movida madrileña

Sonia Martínez

Cuando acabó la clase de Periodismo Literario, Atenea y yo nos fuimos a casa para cenar y cambiarnos de ropa. Yo no sabía qué ponerme. ¿Debía ir elegante? ¿Informal? ¿Con un atuendo que fuera acorde con lo que se llevaba aquellos años? Mientras buscaba algo aparente en mi armario, me dije a mí misma: “es una fiesta en el Círculo de Bellas Artes, así que vístete simplemente como si fueras a una fiesta”. Y me puse una camisa color rosa palo y unos pantalones oscuros de vestir, acompañados por unos zapatos planos de color marrón. Estuve a punto de ir con tacones, pero en el último momento me los quité. Al fin y al cabo, estaba cansada y no sabía con qué tipo de movida me iba a encontrar.

Nací con la Movida en el 84 y, a pesar de que suelo ver los documentales sobre aquella época, que de vez en cuando se emiten por televisión, la verdad es que no acabo de entenderla del todo. Sin embargo, imaginé que durante la fiesta homenaje a La Movida, podría formar parte por unos momentos de esa cultura que iba naciendo poco a poco en Madrid tras el fin de una archiconocida dictadura.

Quedamos a las 23.30 en el metro de Banco de España. Yo llegué 10 minutos tarde, preocupada por si me estaban esperando. Pero no, allí no había nadie. Y tuve que esperar casi un cuarto de hora hasta que vi aparecer a Atenea acompañada por Quino, un amigo nuestro de la facultad. Llegamos a la fiesta a las 00:00 horas, un poco después de que empezara. Quizá hubo un discurso de inauguración, que me habría venido bien para hacer esta crónica, pero “qué le vamos a hacer”, pensé. Cuando entramos, rechazamos unas chapas que nos ofrecieron los de la puerta y que decían “yo estuve en la movida” o algo así. No llevo una chapa de los Beatles, ¡y me voy a poner ésa!

La primera impresión que tuve de la fiesta me recordó a una boda, o a un guateque casero. Había mucha gente mayor, trajeada. Y también muchos treintañeros que vestían camisetas, y que estaban bebiendo, fumando y sin parar de reír… Atenea, por otra parte, me decía que además había intelectuales. La verdad es que no sé qué le hacía pensar que un tipo que simplemente portara una chaqueta de pana y fuera miope ya debía de ser un intelectual en toda regla. En general, poca gente bailaba. Y varios camareros se paseaban con parsimonia y con cara de aburrimiento a nuestro alrededor ofreciéndonos canapés. Lo de los canapés me llevó a una fácil y rápida asociación de ideas: “¡habrá barra libre!”

Atenea y Quino ponían malas caras, me decían que no les gustaba el ambiente, ni la música, y ya estaban pensando en que nos fuéramos a casa en media hora. Atenea no paraba de decirme “cuando te aburras y te quieras ir, lo dices ¿eh?” Y yo: “que no, si la que te quieres ir eres tú, ¡no me pongas a mí de excusa! Además, tenemos que hacer la crónica, nos tenemos que quedar más rato”. Como no querían ir a la barra ni moverse a lo largo del gran teatro Fernando de Rojas en el que se había montado todo el chiringuito, les dije que me iba a investigar. Encontré la barra, y ya iba a pedir una copa cuando vi que Quino y Atenea al final me habían seguido.

Cogimos nuestras copas y esta vez nos situamos más lejos de la puerta de entrada, en una de las cuatro o cinco mesitas altas que había en la sala para que la gente dejara las copas y los bártulos. Empezamos a bailar, la acústica era bastante mala; y cuando no me sabía una canción, no entendía nada de lo que decía la letra. Conocía pocas canciones. Además, el dj ponía más música de tipo psicodélico que de pop ochentero español. Sólo escuché una canción de Mecano, otra de Hombres G (“Venecia”) y dos o tres de Alaska. Del resto, ni me acuerdo. Respecto al ámbito internacional, reconocí especialmente “Video Kill The Radio Star”, de los Buggles, y una de Los Cure: “In Beetwen Days”.

Ya era la 1 de la mañana. Quino se tenía que ir, y Atenea me sugirió que nos fuéramos con él para coger el último metro, pero yo me acababa de pedir otra copa, y no estaba muy por la labor de irme a casa tan pronto. Seguí utilizando la excusa de la crónica y le recordé que ella misma había dicho que esa noche "lo íbamos a dar todo". La verdad es que, con estos argumentos, no me costó mucho convencerla. Despedimos a Quino, le acompañamos a la puerta de la calle y después fuimos otra vez para allá. La música que estaban poniendo en ese momento era bastante mala, y la gente mayor ya se había ido a casa. Sólo quedaban “frikis” de nuestra edad, que cada vez eran más numerosos, treintañeros, cuarentones, Atenea, yo, y otras chicas del montón.

No sé explicar por qué me gusta la movida. Siento por ella una especie de amor-odio. Me atrae todo ese rollo, pero a la vez me inquieta. En la sala, en una gran pantalla, se estaban proyectando imágenes de aquella época: gente bailando, discotecas, Rockola, etc. También, imágenes que mostraban a tipos decadentes, imágenes esperpénticas, de tipos disfrazados y maquillados, simulando escenas de carácter sexual. Cuando se acabaron las imágenes, se quedó en la pantalla un logo de “La Movida” y torbellinos psicodélicos bastante raros.

Cuando nos cansamos de estar en el sitio de la mesita alta, descubrimos la pista de baile. Nos subimos a ella y empezamos a relacionarnos. Nos hicimos bastantes fotos con el móvil de Atenea. Como en casi todas yo salía con los ojos cerrados, le pedía constantemente que me hiciera otra. Y también nos hicieron una foto a las dos juntas. La gente que estaba en la pista iba especialmente ebria. Y mi olfato me decía que allí no sólo se estaba fumando tabaco. Observé que se actuaba con total libertad, como me imagino que ocurría en los 80 bajo el amparo del alcalde de Madrid a la sazón, el conocido profesor Tierno Galván.

En la barra, los camareros, algunos de edad madura, no daban abasto. A veces me inspiraban compasión. A la una y media ya se les había acabado el hielo. Pero a la gente no parecía importarle mucho; seguía tomándose sus copichuelas. Yo casi no pude con la última, ya sin hielo. Además de lo cargada que estaba, había algo que me hacía pensar qua ya era una de las primeras raciones de garrafón. Nos quedamos hasta que acabó la fiesta, a las 3.

Estuvimos tomando un poco el aire hasta las 3:30, y después nos fuimos a casa en taxi. En el taxi sonaba Kiss FM, y comenzaba "Mrs. Robinson", de Simon & Garfunkel. Esta canción, a pesar de anteceder en el tiempo a la que se compuso durante la Movida, me serenó y me devolvió a la realidad, a mi realidad actual. Volví a ser yo. Se acabó la Movida, aunque sólo por esa noche.

En el escenario con Rosa Rovira y míster Parkinson

Sonia Martínez Robledo

El proverbio chino favorito de Rosa Rovira, “más vale llenar los años de vida que la vida de años”, resume la actitud existencial de esta mujer, que cuenta cuentos. Me mira a los ojos, mientras contesta a mis preguntas enlazando entre sus dedos el cordón de la chaqueta verde que lleva puesta, bebiendo unas veces un refresco, y llevándose otras un cigarrillo a los labios. Rosa Rovira nació en Móstoles (Madrid) hace 48 años, y padece parkinson desde los 33. Ahora vive en Toledo, y está plenamente volcada en su vida de cuenta cuentos.

Rosa asegura que se trata de una afición que nos permite sobre todo aprender a escuchar y a respetar. Gracias a su profesor de literatura de bachillerato se aficionó a la lectura y a la escritura, porque la “motivaba”. Además, Rosa ha vivido siempre rodeada de libros, y ama los cuentos desde los seis años, cuando un problema de columna la retuvo en cama durante una buena temporada. “¿Un día en mi vida? Pues, para empezar, suelo dormir poco, para que me cunda el día. La rutina me aporta momentos gratos, pero prefiero la noche, porque por la noche ya no hay que cumplir obligaciones. Me gusta estar rodeada de gente, hablar, comunicarme, sentir, compartir, vivir. La verdad es que no paro en todo el día.”

Rosa tuvo que abandonar durante dos años el escenario por culpa del parkinson. Su cuerpo “no la acompañaba”, pero su profesor creyó mucho en ella y consiguió recuperarse y volver. Ahora, enérgica, asegura que lo único que hace es “agarrarse a la vida”, como si fuera un tronco en el mar. Lo que espera de sí misma ante los demás es que la vean positiva. Rosa reconoce que en algún momento lo ha pasado mal, pero que sabe salir del paso interpretando, por ejemplo, a su personaje favorito, la señorita Gertru, que es una mujer muy tímida. Puede meterse en ese personaje y disimular así su inseguridad ante las personas que la están observando y escuchando.

Rosa asegura que siempre consigue atraer la atención del público: “Es muy gratificante el hecho de que a personas mayores les haya gustado oírme. A veces, cuando voy a algún pub, la gente está tan atenta que ni siquiera se atreve a levantar de la mesa la copa que se está tomando para no hacer ruido”, relata, visiblemente emocionada. También emplea una serie de tácticas cuando está sobre el escenario para conseguir que todo salga bien. Por una parte, hace gala de su buena vocalización, adquirida gracias a un cursillo; y por otra parte, toma prestada del famoso mago Tamariz la estrategia de tender cinco hilos al público, es decir, dirigir la mirada hacia cinco puntos claves para implicar así a la gente. A veces, Rosa incluso sube al escenario a algunas personas. Cuando está en su casa, se mira y se analiza ante el espejo: “Hay que ensayar: hay que saber enfadarse bien, reírse bien”, enfatiza con una sonrisa que quizás ha ensayado de antemano.

Asegura convencida que siente especial predilección por los cuentos para adultos. No en vano, su autor favorito es Mihura, con el que dice identificarse por “el humor absurdo e ingenuo” que se suele apreciar en sus páginas. También la gusta Carmen Martín Gaite y textos ya clásicos como “El Sastrecillo Valiente” y “El Principito”. Respecto a la relación que se establece inevitablemente entre escritor y cuenta cuentos, reconoce que algún escritor ha sido reacio a que se cuente su cuento. Pero que en general casi todos están encantados de ello. Recuerda pensativa que una vez escribió un cuento titulado “El Deshollinador”, pero la gente de su ambiente pensaba que no lo había escrito ella. Ahora ha empezado a escribir poesía.

26.12.06

Capotes entre Fogones

Carmen Garrido Ortiz

Es la primera plaza del mundo, con permiso de aquélla que guarda la solera y los grandes silencios, La Maestranza, y con la complacencia de una de las más antiguas, la que alberga los restos del maestro Antonio Ordóñez, la goyesca de Ronda. Es el coso donde confirmó su alternativa, allá por el 39, aquél al que llaman el “más grande”, Manuel Rodríguez, Manolete. Las Ventas ha sido cuna de figuras para la historia del Cossío. En su albero han dibujado verónicas y chicuelinas figuras como El Niño La Palma, Guerrita, Juan Belmonte, Dominguín, El Cordobés, Litri padre, Paco Camino, Paquirri, César Rincón, José Tomás, El Juli o Morante de la Puebla.

Y así, una tarde más de gloria vivió la madrileña plaza el pasado 29 de noviembre, cuando dos periodistas de raza, Pilar y Susana Carrizosa; dos toreros castizos, Víctor Puerto y Javier Vázquez y un primer espada de la cocina nacional, el cocinero Sergi Arola, presentaron el libro Toreros en la cocina, escrito a dos manos por las primeras. La cita: era en una sala con nombre de ganadería de lustre: Antonio Bienvenida. El presidente del festejo: Pedro Gómez Ballesteros, gerente de Asuntos Taurinos. La hora: las siete y media de la tarde. La tarea: narrar, a fuego lento, como diecisiete maestros del toreo habían demostrado ser capaces de cuajar espléndidas faenas entre fogones y pucheros, descubriendo, al mismo tiempo, sus secretos y aventuras culinarios.

El primero en hablar ante un público mayoritariamente madrileño, y como tal, exigente con el arte, fue el catalán Sergi Arola. El dos estrellas Michelín, defendió la sensibilidad innata que debe poseer un cocinero, reclamándola como una virtud también perteneciente a los hombres. Arola recordó al respetable que lo que más se debe agradecer a las madres de los ochenta, fue “que criaron a unos hijos que pudieron sacar a flote, sin dobles lecturas, su sensibilidad”, algo que “compartimos los cocineros con los toreros y el toro ya que en el encuentro entre el animal y el hombre hay mucha magia y una química muy especial”, remató el dueño de La Broche.

A la magia y al señorío apeló también la prologuista del libro, la Duquesa de Alba, que no pudo estar presente, pero cuyas palabras de apoyo transmitió Pilar Carrizosa. Recalcó la excelente disposición de los toreros para pasear su capote por cocinas de tronío como la del sevillano Hotel Occidental; la del madrileñísimo Westin Palace; el Asador Donostiarra de la capital o el valenciano Hotel Astoria. Tímidos al principio, como en el caso de Rivera Ordóñez o su primo Canales Rivera; envalentonados otros, como Dávila Miura; con una larga experiencia con el mandil, como el caso de Jaime Ostos, todos ellos eligieron las mejores viandas para elaborar unos platos fáciles y asequibles “para estas fechas navideñas”, como recalcó Susana Carrizosa.

Solomillos y pavos reales

En presencia de otros dos protagonistas del libro, los maestros Gómez Escorial y Óscar Higares, los toreros Víctor Puerto y Javier Vázquez fueron narrando las dificultades y las anécdotas de los menús que habían preparado para el libro. Así, Puerto había dispuesto una comida contundente e invernal: migas, solomillo al estilo Víctor Puerto y flor manchega de postre. La misma pasión con la que toreó en el año 96, en el que fue el triunfador de San Isidro, la puso el de Madrid para describir su hacer en la cocina.

En ella, explicó, “hay que estar al cien por cien, al igual que en la plaza”. A la pasión también apeló Javier Vázquez. “Pasión para aguantar algunas de las comidas que tomamos durante la temporada americana”. Así, de buena gana y en ese metro cuadrado de la cocina, tan distinto del temido de la plaza, Vázquez preparó unos platos sofisticados, para seducir “junto a un mantel de hilo y un cubierto de plata”. Como primer plato, pavo real con banderillas; de segundo, steak tartare y, para rematar la faena, un dulce limoncello. Todo ello acompañado de un buen rioja.

Tras las declaraciones de los maestros, Pedro Gómez puso fin a la rueda de prensa deseando un gran triunfo a las autoras del proyecto, un libro que, según Pilar Carrizosa, “ha llevado dos años de trabajo para poder compatibilizar las agendas de todos los toreros”. Dos años entre sardinas asadas y judías kenia (Litri hijo); paella valenciana (Vicente Barrera); tortilla de patatas y calabacín (Pepín Liria) o el clásico rabo de toro (Jaime Ostos). Al tiempo que cortaban, despiezaban, hervían o salpimentaban, los toreros hilaban secretos al calor de la cocina. Secretos que las autoras han guardado en un libro dispuesto para el triunfo, como las grandes tardes de San Isidro.

El sonido de La Flauta Mágica

Javier Arana

Mi amiga Ángeles me comenta que a ver si salimos por ahí, que me ve un poco ajado últimamente y que me va a llevar a hacer algo distinto. Mi caja pensante, al oír el término clave “salimos”, dibuja entonces algún local extravagante donde beber, ultrachic o seudotradicional irlandés, pero en definitiva acogedor de borracheras de ésas de rigor entre los estudiantes de la capital. Entre los que se supone debemos dar vida a Madrid, sí o sí, bautizando su noche con alcohol, a no ser que uno palpite por entregarse a la condena social de no ser joven, ni madrileño, ni universitario, ni nada de nada. Yo asiento sin demasiado entusiasmo, y entonces a ella se le oscurece la cara un segundo y pronuncia con un toque de misticismo: “Pues nos vamos a… La Flauta Mágica”. No resalta en mi memoria como un clásico en la juerga del fin de semana, así que me animo y me dejo secuestrar por unas horas. He ahí un movimiento hábil.

Para cuando salimos del metro Diego de León ya es de noche, pistoletazo de salida del “desfase”, y la calle Alcántara salta a la vista casi de inmediato. Ángeles tira de mí, con piernas no tan largas como las mías; no sé qué tendrá el sitio de urgente. En el número 49 aguarda la respuesta. Se esconde, tras unas cortinas blancas y madera rudimentaria, todo muy sugerente. Pienso que tiene un aire a taberna.

Empujamos y me sorprendo, aquello está más oscuro que la calle. No nos reciben más que unas tragaperras y el neón celeste de una barra, pegajosa, con sus cuatro bebedores. Y antes de saltar al comentario fácil, mi atención se desvía al fondo. La cavidad se ensancha en su profundidad y resurge con una luz tenue, casi espiritual. Mi amiga se ya halla a medio camino. No sé qué son, ¿velas? Voy descubriendo, a medida que me aproximo, que la cueva psicodélica se transforma. En efecto, velas e incienso suave, en una sala con mesas de piedra redondas y sillas bajas. Y un tímido altar con un piano, desierto, pero Aretha Franklin entona la calma desde algún lado. Me doy cuenta de que me rodea una multitud de tribus, de sanedrines circulares, de dos, tres, seis personas; hablando con parsimonia, al amparo de aquel refugio a salvo de la ciudad. Un Madrid joven y peculiar, que no sale en las estadísticas ni en los telediarios.

En plena digresión mental me interrumpe el camarero; me pregunto de dónde saldrá aquella figura cargada de cartas, que se estira para darme una palmada en el hombro. Mi amiga Ángeles ya ha encontrado mesa, junto al piano. Se ríe de mí mientras me siento. “Parece que has visto un fantasma”. Supongo que el efecto de la vela acaba de palidecer –aún más- mi cara tras las gafas. “Dios, ¿a dónde me has traído?”. No escucho su respuesta.

La gente a mi alrededor tiene mi edad y viste sin ceremonias, ríe y cuchichea. Inclinados hacia delante, parecen estar revelándose secretos ancestrales, a la lumbre de las pequeñas hogueras de cera. Un ambiente íntimo, un Madrid joven en la sombra. Vuelve a asistirnos el camarero, ahora a mi altura. Me rebaja el precio porque está claro que vengo por primera vez. Me pido un cóctel y me regala el extra del espectáculo. “¿Espectáculo?”, pregunto. “La cuentacuentos. Calculo que empezará en media hora”. Otro motivo para el desconcierto. “¡¿Qué nos van a leer cuentos?!”, inquiero a mi amiga en cuanto nos quedamos solos, con los ojos como platos. Ella me sonríe, como una más del lugar. Yo no sé qué decir.

Con los minutos me voy sumergiendo en la conversación. La verdad es que desconecto como en pocos lugares antes, en el corazón de un extraño santuario, narcótico sin sustancia ilegal; no se me ocurre preguntarme dónde andará el resto de mi pandilla a esas horas. La cueva se va llenando, del mismo tipo de juventud con entusiasmo sigiloso en la cara, de la misma complicidad general. ¿Se conocerán entre todos? De pronto una mujer de rizos negros se hace con la banqueta del piano, la traslada a un lado del altar y deposita sobre ella una carpeta. Al tiempo que un foco de luz intensa, rompiendo por primera vez la penumbra, construye todo un escenario con su estrella. La mujer tiene unos rasgos exagerados, no es muy agraciada. La tengo a tres metros. Permanece un instante quieta, mirando al techo, hasta que empieza a tronar en los altavoces “Cuéntame un Cuento”, de Celtas Cortos. Todo el mundo la mira, y yo miro a los que miran.

Tiene una voz envolvente y agradable, pero se tambalea un poco. Está algo nerviosa. “Bueno, este es mi estreno de temporada, después de unas largas vacaciones”. Los presentes la veneran con el semblante alzado, debe de ser una auténtica institución por aquellos fondos. Y la protagonista no se hace esperar más: augura, para comenzar, el primer relato de todos, el origen de los cuentos. “¿Os suena la historia de Sherezade?” Me sorprende la gracia con la que lo cuenta, muy histriónica, imitando el trote de los caballos, el gesto de los ilustres príncipes, los entresijos de las doncellas de palacio… cada detalle.

Los oyentes escuchan fascinados, viendo cada uno su infancia volver a pasar por delante de sus ojos. Su cara embobada me resulta muy curiosa, la cara de ese Madrid joven movido por un instinto tan primario, por una añoranza de arropamiento que parece no haber madurado. Al concluir el relato he perdido todo escepticismo, y me fundo en el aplauso como uno más. El siguiente es el de la princesa y el guisante, y ahora el público interviene. Cada vez que en el cuento aparecen las palabras “rey”, “reina”, “príncipe”, “princesa”, “tormenta”; la narradora repite la expresión de parodia correspondiente y el público entregado grita su contribución a la historia. “Y a su majestad se le antojó un terrenito, pero Gallardón, claro, erre que erre con lo de las recalificaciones y la pérdida de votos (porque no os creáis, que ya por entonces andaba planificando túneles)”.

Veo niños de veinte, incluso alguno de treinta y más, dejándose la voz y la respiración entre carcajadas, y yo con de ellos. Ahora viene uno de amor cortés, de un príncipe que queda atrapado en un pozo por su querida. Y todos con la ilusión a flor de piel, más expectantes que nunca antes de dormir, bajo el edredón en las noches de crudo invierno; un Madrid joven a la hipnosis de una cálida voz. No sé si toda aquella devoción se basará en un trauma, en algo anhelado y nunca vivido, o en la posibilidad de que nos guste que nos recuerden la época de nuestras vidas en la que desconocíamos la diferencia entre el bien y el mal. Pero allí me hallo yo, una inocente garganta más, y a saber por dónde paran mis amigos a esas horas.

La mujer cuentacuentos cierra, después de una hora de actuación, con un cuento moderno, uno de un punto que se enamora de una raya y en el que los personajes son figuras geométricas. “El pobre punto quería hacer con ella una intersección, ¡qué majo!”. Tras dejarse la piel –de las manos- en la despedida, los presentes vuelven a sumergirse en la oscuridad y el susurro de las conversaciones.

La caverna vuelve a su ambiente íntimo, y mi amiga Ángeles está emocionada. Quiere felicitar a la artista, que en esos momentos habla con la familia de un niño con deficiencia psíquica –el primer menor de edad que capto-. Yo acompaño a mi amiga, pues me pica la curiosidad por conocer a la líder de ese Madrid joven tan peculiar e inusual. Ángeles se lanza y, sin darme tiempo a decir mi nombre, la avasalla con adulaciones de todo tipo -se entiende que también en representación mía-. Ella se muestra agradecida, aunque en sus ojeras cansadísimas intuyo que no todo le debe ir como luce. En efecto. “Hay muy poco trabajo y, la verdad, de los sitios en los que actúo éste es el que más magia tiene. La gente me arropa, son encantadores…” -Aparta la mirada y se apaga su voz-. “Pero cada vez hay menos gente interesada en este tipo de espectáculo, tan… inofensivo”. Nos ofrece información sobre un curso que quiere dar y yo le doy mi correo electrónico. Para qué hacerle un feo.

Volvemos a nuestra mesa y me hace sonreír un último detalle. El camarero va dejando las facturas de cada uno en su mesa y, contra el impulso de la mano en dirección a la cartera, anuncia: “No, no, no os preocupéis. Cuando os vayáis lo dejáis en la barra, según salís”. Me llama la atención la confianza. Sobremanera. Me llevo con más de un “colega” y con más de dos que, ante semejante puerta abierta, no dudarían en cruzarla alardeando de la consecución de todo un “simpa” (sin pagar).

Salimos de nuevo a la calle Alcántara, de vuelta al Madrid de siempre. Con el eco a nuestras espaldas de una noche de viernes rarísima, que me ha encantado, no sé si por diferente o por surrealista. ¿A alguien más le sonaba un Madrid joven así? A ver si le suenan a alguno más la flauta y sus notas de magia. A mí me ha roto los esquemas.

De Madrid a Quito en quince minutos

Alicia Calderón

No hice maletas, tampoco tomé un avión y menos pagué 1.300 euros por cruzar el atlántico, pero en quince minutos viajé de España a Ecuador. Viajé en metro.

Me metí a la estación Tribunal. Línea diez. Subí al carro. Era de los nuevos que no tienen puerta entre vagón y vagón. Son los que más me gustan porque dan la sensación de estar en la panza de un ciempiés. Puedo ver de la cabeza a la cola a quiénes nos come.

Plaza de España. Príncipe Pío. El gusano comenzó a alimentarse casi sólo de gente con piel tostada y baja estatura. Parecía que las señoras con fistol dorado en el abrigo o los jóvenes con sus inseparables Ipod no estaban este domingo en su menú.

Subían mujeres de cabellos largos y oscuros. Señoras con bolsas de plástico grueso que dejaban escapar pequeñas corrientes de olor a carne de cerdo. Señores que cargaban mesas y sillas plegadizas. Hombres con los ojos semi escondidos debajo de una gorra Nike o gafas en la cabeza. Unos subían solos, otros bien abrazados. Entraban familias con carriolas que no sólo cargaban bebés sino refrescos tamaño mega o litronas de Mahou.

En ese momento me di cuenta que, aunque no crucé el atlántico, algo había pasado que me hacía sentir fuera de Madrid. Lo entendí cuando llegué a la estación Lago.

Calculo que ahí bajamos 80 por ciento de los viajeros. Yo iba en busca del encuentro que sabía que cada domingo tenían los inmigrantes ecuatorianos en el Parque Casa de Campo. No tuve que preguntar nada. La multitud me llevó al lugar.

De las 1.800 hectáreas que tiene esta zona verde, la más grande de Madrid, no más de una era utilizada por los cientos de ecuatorianos que había. Tal vez llegaban a mil. Estaban cerca de la boca del metro y del lago, pero no lo suficiente como para mezclarse con los europeos que van al restaurante El Colonial de Mónico y pagan 90 euros por un menú.

El ambiente era como de kermés. Entré al ombligo de la multitud guiada por el olor, no distinguía de qué, pero me di cuenta que la comida estaba ahí. Había como diez vendedoras con su fuego improvisado, una bolsa cangurera a la cintura y atendiendo a filas de gente. En un plato desechable que terminaba a punto de desbordarse servían patata molida, cebolla, tomate, lechuga y, como principal, carne desmenuzada de cerdo.

- ¿Qué es eso? -pregunté a uno de los ayudantes de las cocineras.

- ¡¿Qué no conoces?! -me respondió–. ¿De dónde eres? ¿De Colombia?

- No. Soy mexicana -le dije y me quedé mirando la cazuela. La carne estaba ahogada en aceite y el olor parecía estar impregnando mi ropa porque había tanta gente amontonada que no tenía por dónde más salir.

- Aquí casi no vienen de otros lados, como que no les gusta, al menos que sean Bolivianos o Peruanos -me dijo Rey, el ayudante de vendedora-. Es hornado, lo comemos mucho en el Ecuador, es bien típico de donde nosotros somos.

Él es uno de los inmigrantes que llegó hace cinco años a Madrid y que ya es “oficialmente” residente. Me contó que en Salinas, la ciudad donde nació hace 52 años, ganaba 300 dólares al mes y con eso se las tenía que arreglar para mantener a su esposa y dos hijos. Ahora, con distintos trabajos, gana 900 euros mensuales. Su esposa está con él, pero sus hijos siguen en Ecuador.

Además de la carne de puerco, en el parque vendían Tropical, un refresco que se consume en Ecuador; mangos, plátano frito, elote o choclo salado, dulces y joyas de oro. En un momento me pareció que la comida era el motor del encuentro, pero no. Había muchas cosas más.

Miré para otro lado y me encontré con cinco tendidos de cd´s y dvd´s. Por el ruido parecía guerra de bandas, pero en realidad era guerra de vendedor a vendedor para ver quién atraía más clientes.

Los cantantes en las portadas eran poco comunes en España, con seguridad muy comunes en Quito: Los Reyes del Despecho, Ángel García, Joan Sebastian o “Para mi Ecuador del Alma: sólo para migrantes”. Los ritmos, igual: bachata, boleros y vallenato.

La música también estaba en voz viva. Sentados en improvisados asientos o parados formando un círculo, un grupo de bohemios tocaba la guitarra y rolaba el micrófono para quien quisiera tomarlo.

La regla no explícita era que la selección musical fuera para recordar lo que dejaron atrás, canciones casi para llorar de tristeza o gritar de alegría. A algunos no les costaba trabajo porque las cervezas que traían ya habían aflojado los sentimientos. Esta es la parte de la reunión con más presencia masculina, con visitantes transexuales que se prostituyen en el lugar, con pocos niños y con venta discreta de alcohol.

El encuentro de los inmigrantes se ubicaba alrededor de una cancha de fútbol sin pasto, sin líneas dibujadas y sin redes en las porterías. Ese día no había partidos formales pero algunos que vestían la camiseta de la selección ecuatoriana sí cascareaban la pelota.

En una de las orillas de la cancha, a la sombra de un árbol, estaba Carlos, un hombre afeminado de 35 años, estatura baja, pelo rizado y piel morena. Llegó a Madrid hace casi cinco años y vive con su hermana, cuñado y dos sobrinos. Ella estaba aquí primero y lo impulsó a migrar. La ciudad no le gusta, prefiere Quito, pero no se queja porque aquí le va mejor. En Ecuador terminó el quinto año de primaria y estaba dedicado a la peluquería. Ganaba 200 dólares mensuales que compartía con sus padres para mantener la casa donde vivía con ellos. En Madrid trabaja en una estética y por cinco días a la semana le pagan 600 euros mensuales. Vivir aquí es más caro pero aun así le alcanza para enviar dinero a su país.

Carlos era uno de los peluqueros que esperaban sentados en bancos plegables a que lleguen clientes que por cinco euros se van con nuevo look de Casa de Campo. La posición de este grupo estaba enmarcada por cabellos castaños que todavía no barrían y que hacían contraste con el color de la tierra seca de fin de verano.

Al ver que no tenía cliente me acerqué a él para platicar. Me aceptó y me senté en el piso, a su lado. Aunque respondía con detalle mis preguntas, casi no me miraba. Después entendí por qué.

Me dijo que para él las reuniones de cada fin de semana en el parque no sólo representan 400 euros más al mes de ingresos, sino la posibilidad de hacer amigos de su propio país y enterarse de lo que pasa en Quito.

- Aquí llegan y platican lo que hacen con el dinero que mandamos -me contó–. Dicen que Quito ya está más moderno, que tiene centros comerciales y teleférico.

Dijo que también es un lugar para hablar o quejarse de lo que les pasa en el resto de la semana, de sus enfrentamientos o buenos encuentros con los españoles, con sus patrones, con sus vecinos.

-Se quejan porque quejarse es una forma de desahogo -me comentó-. Desahogo por el racismo, por los insultos, por la policía que debería ser más tolerante con los inmigrantes, pues los policías son del gobierno y sin embargo son unos déspotas.

Narró que en una ocasión los policías “arrastraron de los pelos” a una vendedora por no permitir que le quitaran su mercancía. Cuando salió el tema de la autoridad en la conversación entendí por qué Carlos no me miraba. Estaba al pendiente de que no llegaran los policías porque si lo ven trabajando le quitan sus herramientas para cortar el cabello; tijeras, navajas, peines.

En ese momento se acercaron cuatro policías con sus uniformes azules y verde fluorescente. Los vendedores empezaron a chiflar en clave para avisar a todos que tienen que recoger sus cosas antes de que les sea decomisada. La venta está prohibida en ese espacio del parque. La posibilidad de venta regulada es sólo para quienes pueden poner un restaurante o pequeños negocios de dulces y juguetes cerca del lago.

Algunos vendedores metieron en bolsas cerradas su mercancía a los cubos de basura. Otros simplemente la guardaron en su bolsa de mano y fingieron ser simples paseantes. La propia multitud los resguardaba de ser vistos pero eran cuidadosos por si a caso.

En esta ocasión la policía no hizo nada. Sólo dejó claro que está presente y vigilando. Finalmente los inmigrantes están en Casa de Campo desde hace cinco años porque fue el lugar que el ayuntamiento les asignó después de “correrlos” del Parque El Retiro, el más emblemático, turístico y céntrico de Madrid, a unos pasos de la Puerta de Alcalá.

Se alejaron los uniformados unos metros y la reunión retomó el camino de fiesta, de reencuentro con sus costumbres, su música, su comida. Están lejos de su país pero ahí dicen sentirse un poco más cerca. Ahí logran diferenciarse y, mientras el resto de la semana son ecuatorianos, los sábados y domingos son quiteños, guayaquileños, cuencanos o Kichwas. Transforman el espacio público, se apropian de él cada semana y lo regresan.

La fiesta terminó junto con la luz del día. Nos volvimos a subir a la panza del ciempiés y en quince minutos nos regresó a la realidad Madrileña, donde hay 400 mil migrantes de Ecuador que podrán tomar cada domingo un vagón que los lleve a su pasado identitario.

5.12.06

Cuatro horas, diez euros y Alejandro Sanz. Crónica de un día en Telecinco

Sofía Blázquez Ramírez

¿Quieres ser millonario? ¿La ruleta de la fortuna? ¡Consiga veinte euros! Estas palabras fueron las primeras que escuché tras marcar el número de la agencia que contrata gente para que acuda de público a los programas de televisión. Supe que existían cuando, en la cafetería de Ciencias de la Información, alguien me comentó que hace unos meses se había dedicado a ir a programas de televisión para ganar dinero. La idea se me antojó divertida e insólita. A mis dieciocho años, había descubierto una faceta nueva en mí: quería ser público.

Enseguida anoté el número y no tardé en llamar. El primer programa al que quería asistir era “Caiga Quien Caiga”. Desconocía si era difícil conseguir una cita para ir el mismo día en el que se grababa. Al instante una operadora encantadora respondió a mis dudas. Me pidió mis datos personales, es decir, mi nombre, apellidos, DNI, número de teléfono...e insistió en que asistiera a los dos programas anteriores que pagaban mejor. El problema era que su horario no estaba dentro de mis posibilidades y el de CQC sí.

De un momento a otro había organizado mi tarde del viernes. A las 16:30 debía estar en Plaza Elíptica, lugar desde donde nos recogería un autobús para llevarnos a los estudios de Telecinco. Momentos antes de salir camino a mi destino, me surgieron algunas preguntas: ¿qué debía ponerme? ¿el público asistente necesitaría llevar algún tipo de vestimenta específica? Ante la duda opté por algo sobrio y arreglado, unos pantalones grises con raya diplomática, una camisa negra de raso con corbata y unos elegantes tacones negros. Ya estaba lista para empezar a descubrir aquel mundo que hay detrás de las cámaras.

A las 16:30 llegué al lugar indicado donde debía esperar el autobús junto con una veintena de personas. Era curioso descubrir que en realidad hay gente que sí se dedica a esto. Dentro de estas personas podía distinguir distintas clases: inmigrantes, jubilados, amas de casa, aficionados, fanáticos, minusválidos, parados…Todos ellos tienen algo en común, una gran cantidad de tiempo libre y un afán por ganar un dinero fácil y rápido que no exige ningún tipo de conocimiento ni preparación. El autobús llegó media hora después y los allí congregados comenzamos a subir. Previamente teníamos que mostrar nuestro DNI, acreditando así que éramos la persona que había solicitado la cita. Una vez dentro se respiraba un clima de cansancio. Pude escuchar algunas conversaciones en las que comentaban cómo había sido su mañana en la “Ruleta de la fortuna” y como después de “Caiga Quien Caiga” irían a “Dónde estas corazón”.

Llegamos a los estudios sobre las seis de la tarde y el programa no comenzaba hasta las siete, por lo que tuvimos que esperar en la puerta hasta que llegó un guardia, quien con lista en mano fue nombrándonos y comprobando el carné de identidad. Como nuestro autobús fue uno de los primeros, tuvimos el “privilegio” de entrar a una pequeña sala de espera. Mientras esperaba me dediqué a observar a la gente. Aclaré una de mis dudas anteriores: no hacía falta vestir bien para ir a un programa de televisión. Había quien lucía chándal y deportivas lo que me convertía en una extraña a ojos de todos. En mi debut, mis acompañantes ya se conocían, incluso alguno portaba un cuaderno lleno de páginas con pegatinas de distintos programas.

Salí de ese pequeño invernadero, para dar una vuelta por los estudios de televisión. Telecinco no me mostró aquello que había imaginado. Dentro de su complejo de edificios también reinaban las obras propias del Madrid actual. Además todo estaba desordenado, lleno de cajas mal tapadas con un plástico que intentaba protegerlas de las intensas lluvias recientes.

De repente apareció un regidor que venía a paliar nuestra impaciencia y a instruirnos de cuándo y cómo teníamos que reírnos o aplaudir. Sin embargo, la gente no escuchaba sus explicaciones, las conocía demasiado bien. Una amable señora, ama de casa de unos cincuenta años con gran afán de protagonismo, me dijo: “Hoy éste es mi segundo programa, después voy a otro. Esta semana ya llevo unos diez”. Intentó eludir mi pregunta de cuánto aproximadamente podía ganar en un mes, pero ante mi insistencia respondió que unos cuatrocientos euros. Acto seguido apareció un espontáneo, minusválido parcialmente y en paro, que me reveló: “Yo este mes llevó unos trescientos euros y eso que sólo estamos a día diez”.

Pronto se animó la conversación y un grupo de personas se congregó alrededor de mí. Todos coincidían en que es un trabajo muy mal pagado para la cantidad de horas que requiere, aunque como me confesó una señora: “Ganamos tan poco dinero porque gran parte se pierde entre las agencias y las productoras de televisión”. Asimismo, la opinión general era: “No se puede vivir de esto, pero sí ganar un suplemento extra muy beneficioso para gastos y caprichos”. Un emigrante hispano me dijo que él sólo se dedicaría a esto hasta que encontrará un trabajo mejor. Llegó la hora de entrar en el estudio.

Me resultó más pequeño de lo que me había parecido en televisión, sobre todo porque en vez de asientos había cojines en el suelo y al fondo taburetes. A la gente mayor la colocaban al fondo en los taburetes. El programa está destinado a un público joven y no queda bien que se vean ante las cámaras, pero sí son necesarios sus aplausos y sus risas, además de llenar el plató. Aunque este día había más personas de lo habitual porque el invitado era Alejandro Sanz.

En el momento preciso comenzó a sonar la sintonía y con ella los aplausos y las risas del público experto que conocía su función. Pronto salieron los presentadores Manel Fuentes, Arturo Valls y Juan Ramón Bonet. La grabación del programa consiste en una serie de entradillas que dan paso a unos vídeos. Esto hace que sea más entretenido verlo desde la pantalla del televisor que en directo. Aunque descubrir el “making off” merece la pena. Apenas hubo que grabar dos tomas de nuevo. La llegada de Alejandro Sanz provocó los gritos de sus fans, quienes para su descontento tuvieron que conformarse con verle un solo instante, tras las gafas negras. Como llegó se marchó, para sorpresa del propio presentador quien fuera de cámara preguntó atónito: “¿Dónde está Alejandro? ¿Cómo es que se ha ido? ¿Pero no va a volver para promocionar su disco?”

Todo terminó como estaba previsto, a las ocho y media. Los presentadores se quedaron para atender a sus admiradoras. Pero no había tiempo que perder, el autobús salía rápido y no esperaba. Dentro del autobús ya se notaba el cansancio del día y algunas quejas. Aún así había quien continuaría su ruta hasta altas horas de la madrugada, el próximo destino: “Dónde estás corazón”. Nos entregaron un papel donde teníamos que rellenar nuestros datos, pura formalidad para darnos diez euros. Una tarde, cuatro horas de trabajo y diez euros. Desde luego no estaba bien pagado. ¿Quién quiere ser millonario?

Quisieron salvarla del coma y sus amigos le provocaron una hipotermia

Sofía Blázquez Ramírez

Alrededor de una ambulancia se congrega una veintena de adolescentes, un viernes, en un parque cualquiera plagado de plásticos diversos, colillas, hielos medio desechos y botellas vacías que inundan el suelo, donde rara vez circula algún coche de policía. Ven golpear el rostro de una joven. Un golpe, otro golpe, ¡no reacciona!, sólo se escucha el sonido del látex al chocar contra su cara y el alboroto de fondo de la multitud cercana, alrededor de unas cien personas que continúan su fiesta particular, sin importarles el coma etílico de la joven.

En el interior de la ambulancia, reacciona la chica de 17 años. Al día siguiente tan sólo siente un fuerte dolor de cabeza y unas náuseas acompañadas de vómitos que le durarán toda la semana. Le interrogo. Me cuenta que era un frío dieciséis de diciembre, en el que como cada viernes ella y sus amigos, al igual que otros 200.000 jóvenes madrileños, según datos de la Comunidad de Madrid, se reúne para beber en la calle, lo que se conoce como botellón. Este hábito social invade nuestra sociedad desde los años 80, pero parece haberse convertido en el signo de identidad de la juventud actual. El motivo de hoy era la celebración de dos cumpleaños y el comienzo de las vacaciones de Navidad. María me explica: “Ese día me sentía desolada, triste y confusa. ¡Todo me salía mal! Deseaba sentir esa experiencia que me habían descrito, ese sentimiento de plena desinhibición y libertad total”.

Estas declaraciones apoyan estudios sociológicos como los de Gonzalo Cabello, psicólogo clínico, quien afirma: “Vivimos en la sociedad de la comunicación, pero no se habla, es una sociedad muy agresiva donde prima el individualismo” o como los de Norma Ferro, psiquiatra que mantiene que: “Hay una falta de profundización, se tiende a ver sólo la superficie. Se ha cambiado el valor de uso por el valor de cambio. Existe un predominio de la imagen, ya no hay lugar para la palabra”.

Sus amigos le dijeron que empezó a devolver y que poco a poco fue perdiendo sus capacidades motrices hasta que llegó un punto en el que ni si quiera era capaz de deglutir y tragarse la saliva. Sólo cuando vieron que, tras haberle echado una botella de agua, no reaccionaba y cada vez iba a peor, decidieron llamar a los servicios de urgencias transcurrida hora y media. Cuando estos llegaron, María estaba a punto de entrar en la fase de coma profundo y debido a las fechas de las que estamos hablando y a la cantidad de agua que le derramaron, padecía una hipotermia que paradójicamente estuvo a punto de acabar con su vida. En España cada año mueren unas 12.000 personas a causa de enfermedades o accidentes provocados por el alcohol, según el Plan Nacional sobre Drogas (PND), mientras que las muertes por otras drogas suman unas 300, datos del PND. Esta última cifra es relevante, ya que en el botellón el alcohol no es el único protagonista. Suele ir acompañado por el consumo de tabaco y cannabis.

María asegura que “deseaba demostrar ser alguien que realmente no soy, creía que por beber más, todos pensarían que soy más divertida y popular, pero lo que realmente no sabía es que iba a ser la misma de siempre, aunque más torpe e inconsciente”. María me confiesa que ni siquiera recuerda habérselo pasado bien, pues es cierto que al principio todo eran risas y despreocupaciones, pero lo último que le viene a la memoria es haberse tumbado en el suelo mareada. De lo que pasó después sólo tiene el recuerdo de lo que sus amigos le han querido contar y pequeñas imágenes sueltas sacadas de contexto.

Cuando le pregunté a María sobre la “Ley Antibotellón” me afirmó: “Esa ley es una estupidez, no va a impedir que la juventud siga bebiendo cada fin de semana en lugares públicos”. Asimismo, grandes especialistas y sociólogos tampoco se ponen de acuerdo para encontrar una solución útil a esta reciente costumbre social. Entre las distintas soluciones planteadas están: la creación de sitios habilitados para beber como en Granada, la ampliación de un mayor número de centros de ocio como alternativa o la reducción en el precio de las copas. Cada fin de semana, ya sea por un motivo u otro, unos 40 jóvenes deben ser intervenidos por el SAMUR en Madrid, según datos del Servicio de Urgencias. En la mayoría de los casos sobreviven, como María. En el interior de esa ambulancia esta chica volvió a nacer.

21.11.06

En cualquier bar con Javier Krahe, cancionero en tierra

Juan José Mercado

Es viernes. Javier Krahe da un concierto en la sala Galileo Galilei y me ha citado para charlar en su camerino. Son las diez menos veinte de la noche y hace diez minutos que debía estar con él. El Metro de Madrid no vuela. Como siempre que viene, en la entrada está colgado el cartel de “no hay billetes”. Al entrar, la gente ya ha ocupado sus mesas. Los que no reservaron a tiempo, intentan acomodarse en cualquier lugar confortable. Abriéndome paso entre todos, subo al camerino, pero está cerrado. Bajo y lo busco por todo el salón.

Lo encuentro acodado en la barra, en compañía de una rubia cualquiera que ríe y lo mira con reverencia. Un rubia que perfectamente podría ser aquélla Jessica Rabbit que, ante el estupor de todos, quería pasarse la vida colgada del cuello del famoso conejo por la sencilla razón de que “he makes me laught”. Al verme, la despide con dos besos, coge su cerveza con una mano, me estrecha la otra con alegría y me invita a que subamos al camerino “porque después será mucho más complicado. Luego, hay mucha gente que quiere saludarme”. Como el público es abundante, el acomodador me aconseja que antes de subir deje la chaqueta en mi mesa. Lo hago intentando sortear, a veces con más pena que gloria, a la gente sentada en el pasillo.

La puerta del camerino está entreabierta, así que paso sin llamar. Al fondo de un pasillo oscuro, más propio de una cueva, tapizado en telas negras, veo a Javier, de frente, sentado en una silla roja e iluminado por uno de esos espejos rodeados de bombillitas que uno ha visto en tantas películas de artistas y folclóricas. Destaca de entre la negritud de la entrada por la blancura intacta de la camisa, el pelo y una barba espesa, -“muy hecha al yeso”, que diría el poeta.

Sentenció Jardiel Poncela que lo más importante acaso en un hombre no era sino su aspecto, y el aspecto de Krahe es el de un marinero en tierra. Un marinero canalla, sabio, astuto, guasón, donjuán, sátiro, de norte bien definido. Un marinero sin otra cosa que pescar más que versos brillantes y sin otra espada que blandir más que la coña –marinera, claro- con que barniza cada una de sus frases. Vamos, que lo que menos le pega de principio son los cables y los focos del escenario. Nadie diría que este hombre lleva casi medio siglo cantando. Cantando alegre en la popa de una vida más pródiga en aplausos y risas que en billetes y monedas, pues no en vano el personal le ha escamoteado siempre el mapa con la X del tesoro. Unos mapas que parece se venden la mar de baratos en este panorama patrio que venimos sufriendo hace ya tiempo, tan operaciontriunfero, tan estribillado. Yo, que así lo veo, se lo largo a Javier quien me responde, no sé si con un pizca de falsa modestia, que “con vivir de la canción me parece estar ya bien valorado”. Claro, que hay vidas y vidas y Brassens, su gran maestro en la cosa del cante y la rima, no hacía más que vender discos como churros por tierras gabachas. Dicen que veinte millones, lo cual ni las cinturas metrosexuales de cualquier latinazo de turno.

Cojo una silla sobrante y la coloco frente a él, de espaldas a la entrada. No negaré que al mirarlo a los ojos así, tan de cerca, no siento una suerte de vértigo, de cierta responsabilidad autoimpuesta a estar a la altura de un hombre que tiene ganado a pulso un puesto en el podium de mi laico santoral.

Como pretendo publicar la charla en la revista en que participo, no tengo por más que sacarle algunas opiniones políticas: “ya sé que es un coñazo, Javier. Yo te lanzo algunos balones y tú, si quieres, los rematas”. Lo de coñazo lo digo, no porque no me guste el tema, que todo lo contrario, sino porque precisamente con él es de lo que menos me apetece hablar. El caso es que los remata todos: “la ley antitabaco es un paso más en la dictadura de la salud”; “sigo posicionado a favor de la legalización de las drogas, pues la ley no debe entrar en lo que cada quien se mete en el cuerpo”; “la memoria histórica debe quedar para los historiadores”; “sólo los cretinos se pueden creer los discursos de los nacionalistas. Claro que hay cretinos a punta de pala y, en fin, también tienen derecho a existir”.

Al hilo de todo esto le recuerdo cuando, hace cosa de quince años, en un famoso concierto de Sabina retransmitido en directo por TVE las cámaras desaparecieron físicamente del escenario cuando salió él a cantar la polémica “Cuervo ingenuo”, en la que denunciaba la actitud de Felipe González, mandamás a la sazón, respecto de la OTAN: “No es que no lo retransmitieran. Es que ni lo grabaron. Aquello me costó un año entero en el que nadie me llamaba. Realmente pensé que mi carrera había terminado”. No sería la primera ni la última vez, aunque sí la más grave, que Krahe sufriera el azote de la censura: sonada fue también la vez que cantó “Marieta” en la primera cadena, con el consiguiente colapso de la centralita telefónica a causa de la indignación general de la audiencia ante un tipo que acababa de pronunciar veintitantas veces la palabra “gilipollas”. Ninguna radio se atrevía a radiarla después.

A pesar de que en una de sus últimas canciones confiesa que el tema no le inspira, le pregunto si no tiene en mente escribir una canción política y, sorprendentemente, no sólo me dice que sí, que “tengo dos versos que me inspiran mucho”, sino que me los descubre en primicia: “me gustas democracia/ porque estás como ausente”. Entra en el camerino uno de los responsables del local para pedir que terminemos, que la actuación tiene que empezar. Hago ademán de levantarme de la silla para marcharme, pero Javier insiste en que continúe. Me atrevo a decir que se sentía a gusto. Por supuesto, no me hago de rogar y le pregunto por el mar, por el amor, por el tiempo y, cómo no, por uno de sus temas favoritos: la muerte.

-Te he leído últimamente decir que ya no te preocupa, lo que me ha recordado esa canción tuya de los comienzos que decía aquello de “la muerte no me llena de tristeza/ las flores que saldrán de mi cabeza/ algo darán de aroma…”
-Bueno, la cosa es que entonces no sólo me preocupaba, sino que me atormentaba. Era sólo una pose literaria. Y me ha atormentado a diario hasta hace unos años, que de repente me acordé y me dije: pues hace mucho que no me preocupa a mí el tema.

Ríe, y lo hace mostrándome una sonrisa grande asomada por entre la barba. Le digo que su obra tiene mucho del absurdo de los genios del 27 –Jardiel, Mihura, Fernández Flórez…- y confiesa tenerlos “muy leídos”, pese a no reconocer una influencia directa “aunque algo habrá quedado, claro. No obstante, mi gran maestro es George Brassens”. Sus músicos se mueven impacientes, así que justo antes de levantarme le suelto mi última curiosidad:
-Por cierto Javier, al componer, quién domina, ¿el verso o tú?
-Gobierno yo, pero la idea me la da la palabra.

Ahora sí que el tiempo se ha agotado. Me despido agradecido. Le estrecho de nuevo la mano, a la orilla del espejo de bombillas. Al marcharme, miro hacia atrás y alcanzo a ver aún su silueta blanca fundirse con el negro de las escaleras que lo llevan directamente al escenario. Antes de llegar a la puerta oigo los aplausos de un público impaciente y el “buenas noches” de un genio con el que he tenido la ocasión de compartir en solitario unos minutos preciosos. Cuando llego a mi mesa le escucho presentar su primera canción: “alguien me ha preguntado si a la hora de hacer canciones domino yo al verso o el verso a mí. En esta fui dominado”.

Un horrible pájaro negro me observa desde el techo de mi habitación

Celia Armenteras


Eran las tres de la madrugada y unos ojos negros me observaban desde el techo de mi habitación. Aquella visión era la consecuencia de un mes durmiendo apenas dos horas diarias. Asustada, cerré los ojos un momento para volver a abrirlos y asegurarme de que no alucinaba. Ahí estaba, un horrible pájaro negro, que supongo se refugiaba del calor, me observaba desde el techo. El incidente me dejó temblando una semana, pues aquel animal y su mirada se convirtieron en una especie de símbolo indicador de que algo estaba fallando de verdad. Así que empecé a preocuparme por esta enfermedad que padece de forma grave el 17% de los españoles, y casi el 40% de forma leve (¡y 70 millones de norteamericanos!): el insomnio.

No recuerdo muy bien cuándo empezó todo, qué día dejé de soñar para no dormir durante tanto tiempo. Sólo sé que aquella primera noche sin dormir algo hizo “clic” en mi cabeza, y desató una tormenta inconsciente que me mantendría en vela cuatro meses. Entre suspiros y llantos silenciosos he dedicado esas horas terribles a investigar las causas de esta epidemia.

A lo largo de tantas noches interminables he leído sobre el tema en internet, y durante el día he consultado a médicos y terapeutas. Uno de ellos me recomendó unas pastillas naturales que me han servido mucho; por cierto, prohibidas en España. Todas mis fuentes coinciden en las causas de tan incómoda patología: el estrés, el alcohol, algunos medicamentos, la depresión en todas sus variantes, algunas enfermedades como la obesidad, la apnea del sueño o las alergias; las drogas… A partir de estos datos, he dedicado horas a recapitular mi vida, el día a día en el trabajo, mi relación con amigos y compañeros, las vías por las que escapo de la monotonía, etc., y no he descubierto en ello nada que pueda diferenciarme del resto de personas que, me cuentan, se duermen como niños en cuanto sus mejillas rozan la almohada. No estoy más estresada que mis amigos, no soy ejecutiva, ni agresiva, ni manejo más dinero que otros; tampoco bebo más alcohol, ni tengo apnea, ni alergias, ni tomo drogas. ¿Por qué, entonces, yo no me duermo hasta que amanece, y mi marido arquitecto, cargado de responsabilidades, duerme plácidamente a mi lado, como un lirón?

Lo que más me inquieta son los efectos del no dormir, un amplio abanico que se abre con una baja productividad en el trabajo, y que pasa por la irritabilidad, por un mayor riesgo a padecer enfermedades, por una disminución de la calidad de vida, hasta llegar a una muerte prematura. La falta de sueño afecta negativamente al sistema inmunológico, que es el encargado de combatir virus y bacterias.

Con este panorama ante mis ojos, he decidido visitar a un psiquiatra, al que he acudido desesperada y dispuesta a atajar mi enfermedad con ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, o lo que sea. Y él me lo ha explicado todo con suma tranquilidad, tanta, que casi he bostezado. Me ha dicho que mi insomnio es la causa de tomarme la vida con demasiada inseguridad, por la forma en que mi personalidad se enfrenta a los vaivenes, y que hay que aprender a vivir más relajadamente, a reírse de uno mismo. Por eso, sus preguntas, muchas, han sido acerca de mi vida y de mí misma.

-¿Cómo eres? –preguntó el doctor Jerónimo Páez, jefe de servicio de
Psiquiatría en el hospital madrileño Ramón y Cajal.
-Tímida, insegura, perfeccionista, sensible –contesté en su despacho, sentada frente a él, en una mesa llena de libros y de papeles que hacían que me sintiera todavía más confortable.

Sorprendentemente, ahí está la respuesta, en mi caso, a tantas noches en vela. No me ha recetado nada porque no estoy enferma. Este insomnio que padezco se cura con paciencia y con el ánimo de aceptar que mi afán de perfeccionismo no siempre es sano. Supongo que lo iré entendiendo con el tiempo.

La colmena entre rejas

Javier Arana

A las diez menos cuarto, en la Casa del Reloj”. Ésas han sido las palabras exactas del profesor Emiliano Carretero, creo, y a menos veinte salgo a la superficie de Leganés, alardeando de bostezos enmudecidos por las escaleras mecánicas del metro. De verdad que tengo curiosidad por el tema de los juzgados, pero ya puede ser espectacular el tema, que me han sacado de la cama un viernes por la mañana, mi día sagrado.

Me fijo y no veo ningún reloj. Aunque al poco de echar a andar me hallo en medio de una gran plaza, rodeado de ilustres edificios municipales y por supuesto del venerado centro comercial de la zona. Esto va a ser la versión apócrifa de mi Plaza Mayor, verás. A lo mejor vienen aquí a tomar las uvas. La verdad es que me siento como en casa en medio de la vorágine, del barullo de ciudad, abrazado por tanta prisa. Y al segundo, abducido de mí, me doy de bruces con mi grupo.

Por allí viene Carretero, el treintañero trajeado como de costumbre. Tengo que agacharme para los besos protocolarios y empiezo a escuchar al letrado anfitrión, que casi me rompe la mano. “Bueno, aquí tenéis, aquí nos concentramos todo Leganés. Eso es el Ayuntamiento, la plaza de toros, el mercado, la comisaría… y aquí en frente, el de las rejas blancas, es el edificio de los juzgados”. Hay un furgón de Policía aparcado en un lateral, y Emiliano me lee el pensamiento. “Por allí se entra a los calabozos” –se ríe-. “A ver si tenéis suerte hoy y veis algo. Qué cara se os ha puesto…”.

Lo cierto es que el vehículo parece bien aburrido. Entonces, una cuadrilla de cinco sale tan tranquila de detrás de las rejas blancas que cubren parte de la fachada, y se acerca en nuestra dirección. Se saludan que da gusto con nuestro guía en funciones. “Anda que cómo viven los funcionarios. Ésos trabajan de nueve a tres, por la mañana, y se van ya a por el primer café. Aquí nos conocemos todos”. Entonces una compañera de clase pregunta, divertida, si allí dentro no se lo toma ni uno en serio. “Pues… qué queréis que os diga. Ahora veréis, paciencia, ahora veréis…”. Y Emiliano alarga la intriga mientras arroja un guiño de complicidad a otro zángano rezagado. Me doy cuenta de que es un tipo majo, este Carretero, siempre franco y sin fantasmadas. Aquí todos parecen tomárselo con calma. ¿Pero por qué esa fama de serios, y tanta reja blanca? Reconozco que empieza a picarme el misterio.

Pues allí dentro que nos zambullimos. Nada más entrar, un detector de metales por el que casi no quepo, pero no nos cachean. “No hace falta, si venís con Emiliano…”, dice un guarda fondón al borde de jubilarse. Más zánganos, y giros de cabeza a ceja alzada de mi profesor. Nos paramos ante la primera celda de la colmena. “Esto es la rueda de reconocimiento”. Nos abre y entramos en una habitación con un gran cristal. “Es igual que en las películas. Se ve sólo desde este lado. A veces, para completar la ronda de sospechosos, cogen a cualquiera de los que trabajamos aquí. Si son peleas de discotecas, suele ordenar el juez traer a los de seguridad de la plaza de toros, que están hechos unas bestias. Y vienen calladitos, que aquí es su Señoría quien manda.

Cuando el problema lo tiene un moro, me cogen a mí”. Sonrío; pienso que nos fascina cualquier tontería, parecemos japoneses a punto de sacar la cámara. “Vamos, que ahí al lado está el forense”. Entro, sumido en el enjambre, en un despacho lleno de fotos de paisajes tropicales, y nos recibe una mujer encantadora mientras –cómo no- el bueno de Emiliano nos tiene que explicar que en esa celda no hacen autopsias, sino cosas más aburridas como valorar lesiones de accidentes de tráfico. Surge algún suspiro de decepción, pero a mí me hace gracia el mito ridiculizado. “No, qué va, aquí llevamos el trabajo al día”, responde la secretaria -o concepto análogo- a la inevitable pregunta. Pues aquí algo no encaja, me digo yo, debe haber otro grupito de abejas obreras, de explotadas para arriba. “Arriba sí que andan asfixiados”. “Sí, ahora me los subo”, augura nuestro Carretero.

Acto seguido, estamos escalando el primer piso, guarecidos aún en las mismas rejas blancas de la ventana y luchando en bloque contra la corriente de abejas y sus portafolios. Por esta zona parece que habitan las obreras. Entramos en la sala reservada para los procuradores, sin embargo vacía, que parece más un área de descanso. “Aquí trabajo yo”, dice nuestro Emiliano. La máquina de café prominente y el cartel en la pared (“torneo de mus”) me despejan dudas. Aquí se ven todo obreras porque los zánganos han volado ya.

Para quien diga que en el Derecho sólo hay loros y nada de astucia. “La sala de al lado está a todo trajín, es donde se mueven los agentes judiciales. Son fundamentales y están sobrecargados, todo el día redactando documentos, el trabajo sucio del juez”. Vaya, me digo, efectivamente, el juez debe ser un zángano más. Qué alegría, ¿no?, y me quejaba yo –que no tantos otros- de algún profesor incompetente. “¿Pero qué exactamente hacen entonces los jueces?”, plantea una compañera a la que tenía por menos ingenua. “Lo vais a entender ya mismo. Vamos, que llegamos tarde a la primera vista”. Salimos de nuevo al rellano de las escaleras, a la luz enrejada de Leganés, y soy de los últimos en vislumbrar la Sala de Vistas. Mi cuello grueso ha permanecido girado, insiste en que observe a los salvadores de la colmena, al fondo, ¡qué estrés!, no dan abasto a producir miel. A ésos no les debe gustar el café, por lo visto, o quizá tanto empacho a tila...

Carretero nos guía hacia el interior de la Sala, de un naranja parqué interminable en suelos y paredes. El enjambre visitante nos movemos lenta, solemnemente, y las partes del juicio nos miran. Parecen esperarnos, engalanados en sus togas y en sus ceños fruncidos, y nosotros devolvemos el gesto derrochando las miradas japonesas sin cámara. Deben de creerse que somos fieles idólatras; intuyo visos de sonrisas abriéndose paso en los abogados, de autocomplacencia. Si cuatro larvas neófitas y observadoras les inspiran algún tipo de superioridad, no deben ser muy brillantes, dentro y fuera de esa especie de capas negras.

Su Señoría la jueza, por cierto, es la única que no muta el gesto tras las gafas, ¿se la habrá tragado la cera? Esgrime unos cincuenta años encorvados hacia tanto folio. Tiene pinta de intransigente; ¿un zángano intransigente? Esto puede ser buenísimo, digno de documental. Nos dispersamos por unos bancos de madera atezada y sin respaldo, al tiempo que el micrófono del estrado despide una voz robótica, poco femenina. Entre autómata y riguroso, el tono de su Señoría la de cera comienza a escupir las formalidades obligadas al iniciar todo procedimiento, el preámbulo del verdadero litigio. Me es algo un poco anacrónico y superfluo, y eso que llevo dos años siendo educado en la importancia de la forma en el mundo jurídico.

Desconecto sin querer, hasta que empiezan a hablar los abogados. El uno le corta al otro, y la jueza a los dos, constantemente. Que si “vayan al grano”, que si “a mí no me venga usted otra vez con lo mismo”, que si “esto no se hace así”. Demonios, la cera está cada vez más irritada y a la vez más exultante. No deja de corregir, de ironizar. De nuevo un letrado vuelve a trastabillarse en su discurso. “Sí, venga, continúe y vaya acabando”. Éste acaba de licenciarse, está sin hacer y con un repeinado gelatinoso que no consigue del todo darle esos años de más. Soy yo igual de larva que él.

El otro abogado, el que acusa, en cambio es todo lo contrario. Sus seis décadas le quitan nerviosismo a la palabra, pero sigue sin convencer el viejo insecto, tan flácido y caducado. ¿Y quién se aprovecha? Su Señoría, ese mal genio de cera inmutable que reparte una vez más a diestro y siniestro. “Vamos, por favor, que pretendemos comer hoy”. Ahora llaman a declarar a una testigo, que entra por la puerta. Es una joven abeja dependienta; resulta que la cosa va de un encargo a una tienda de muebles, de no se qué malentendido en torno a “mi tocador del baño debía ser de caoba entero, ¡pero entero!, no sólo la puerta”. La verdad es que aquí, me digo, la gente va a juicio por estupideces tremendas. La de tiempo libre que se prodiga por ahí, y cuánto zángano inquieto.

El joven engominado procede al interrogatorio –representa a la tienda-, y la pobre chica está que tiembla. A la cuarta o quinta pregunta parece que la abeja temerosa va a llorar. Siento compasión, seguro que nadie le ha preguntado si pertenece en este juicio. Me jugaría una mano a que se ha equivocado al tomar el pedido, a que le han obligado a declarar o a olvidarse de su puesto de trabajo, y a que los aguijones de la tienda le han puesto cada palabra del testimonio en esos labios nerviosísimos. A todo esto, su Señoría incrimina al letrado novato que qué tipo de pregunta es ésa, y que cómo es eso de decirle a la testigo lo que tiene que decir. Luego, triunfante, repite la pregunta en su línea inmisericorde, a la otra que debe estar rozando el estado de trance. Dios mío, lo veo, bingo. Así que éste es su papel; nada de un zángano, me he topado con la verdadera abeja reina del lugar. ¿Y dónde quedará la justicia?

Cuando la escenita está vista para sentencia, salimos de la Sala a la luz enjaulada del rellano, que me debe de hacer aún más paliducho. El bueno de Carretero quiere saber qué nos ha parecido. “Los abogados, ni puta idea”. “Qué poco se lo han currado”. Yo añado que, la jueza, vaya encanto. Y entonces va Emiliano y se ríe. “Pues no tenéis ni idea. El juez del uno, el año pasado, salía a la calle vestido de paisano, y un tío que andaba peleando con los de seguridad va y le dice: ‘Y tú qué miras, gilipollas’. Va, se le queda mirando el juez, y contesta: ‘¿Qué miras tú, gilipollas? Detenedle’. Y pasó la noche en el calabozo”. Todo el mundo estalla en carcajadas, y el profesor hace un gesto honesto. “Os lo puedo jurar”. Yo no me planteo creérmelo ni no creérmelo, simplemente digo a modo de reflejo: “Será tal la burrada de oposición que se tienen que sacar, que el que lo consigue se cree ya el amo del mundo, ¿o qué?”.

Carretero se vuelve a reír y asiente. “Es muy dura, sí. Hay que echarle…”. Valor, pienso yo. Sí que habrá que echarle, sí. Y luego a lucir esa pose de reinas, a despilfarrar la joya venenosa del poder; eso sí que tiene valor. De verdad que a la reina de cera sólo le faltaba ponerse la corona. La tendrá escondida, ¿dónde la guardará? Y voy, y por fin caigo. Para eso tanta reja.

De Barajas a Getafe en taxi con GPS

Loreley Souto

Después de diez horas de vuelo, me encontraba en Madrid en el aeropuerto de Barajas. Coger aquella maleta completa de libros más que de ropa, requería un esfuerzo superior a mis posibilidades concientes; las consecuencias del pago del sobrepeso continuaban presente. Pero una vez más, los objetivos trazados superaban todas las barreras. Éste, había sido un viaje ansiado por mí. Nada me era habitual. La agradable sensación de seguridad provenía de mi fiel compañero de siempre: Jesús y del arrugado y desmerecido papel indicativo de las líneas de autobús y metros que conducían a Getafe.

Ya en el exterior, una dispuesta y larga línea de automóviles blancos habría de cambiar nuestros modestos planes: coger un taxi traería consigo un arribo rápido y confortable. El juego del azar coincidió en que nuestro conductor fuese un sexagenario, de complexión gruesa, de pocas palabras y poseedor de cierta tecnología, el GPS, que haría las veces de “segundo conductor” -como dijo. Y agregó: “No conozco bien Getafe, no es un destino común para mi. Las afueras de Madrid no las conozco bien”. Su atención se dividió entre el volante y aquel radar parlante, que, aseguró, le indicaría el camino preciso para llegar al Hostal Carlos III.

Luego de varios intentos infructuosos, escuché un monólogo sorprendente, que provenía del GPS. Con absoluta precisión, indicaba los giros y nombres de las calles que habría que recorrer para arribar al Hostal. De acuerdo a las explicaciones del primer conductor, aquella voz emitida por el radar tampoco sabía verdaderamente cómo hacernos llegar a nuestro destino final. Así, ya en la mismísima rotonda del Lazo Azul, el chofer decidió parar y bajar del automóvil, para consultar personalmente a un transeúnte que pasaba por el lugar. Eso sí, cuidando nuestra seguridad, previamente encendió la baliza y estacionó en la mano derecha de la glorieta del Lazo Azul. La sensación de inseguridad superaba con creces lo que acaba de experimentar a miles de metros de altura.

Bocinas y entredichos, lograron hacer volver al automóvil a nuestro conductor y compañero de aventuras. La información del transeúnte tampoco le fue útil, de modo que continuar la desorientada marcha era la única posibilidad. Luego, nuevos intentos desesperados con el GPS, que continuaba disfuncional, indicando caminos erróneos -según nuestro conductor-. Sorpresivamente, nos encontrábamos en la puerta del Hostal Carlos III. La confusión no nos permitió ser generosos, con nuestro primer conductor del taxi en España.

Lalla tiene 15 años, y está en venta

Marta Molina

La Source Bleu de Meski está contaminada. Las guías de viajes actualizadas, como la edición 2006 de la Lonely Planet, aconsejan evitar el baño. Pero Lalla parece indiferente a las infecciones. Con toda probabilidad, desconoce el estado patógeno del estanque.


Cuando sale del agua tras el enésimo chapuzón del día, lleva el pantalón pirata caqui y la camiseta fucsia que viste pegados al cuerpo por haberse sumergido con ellos. Mujeres y niñas de clase media y baja en Marruecos disfrutan del baño veraniego vestidas. Aunque al estilo occidental, se cubren casi por completo, como si se dispusieran a hacer compras o tomar un refresco en una terraza. Los muchachos, por contra, seleccionan bañadores modernos. Algunos, incluso, de conocidas marcas deportivas. Pero las chicas se visten por entero.


Como espacio de dispersión, la Source Bleu es una buena elección si se omite la higiene. Los baños, atestados de personas que se liberan de las ropas que hasta ese momento las protegieron del sol, hacen las veces de sede social para los insectos de la zona, atraídos por defecaciones en estado de descomposición, agua estancada y toda suerte de desperdicios. Aún así: para utilizarlos, hay que depositar un dirham (10 céntimos de euro).


Observada por su madre Mina, a la distancia, Lalla juega con unas amigas en el agua. Se suceden las ahogadillas y las bromas. Gritan, ríen y a veces se atragantan entre tanta algarabía. Hoy, Mina ha conocido a unos occidentales: tuvo la valentía de acercarse a las mujeres de un grupo de turistas españoles para ofrecerles higos y entablar así conversación.


Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Los índices de ambas manos, uno contra el otro. Un gesto que, si no universal, puede entenderse tras algún que otro esfuerzo de comprensión. Matrimonio, pareja, novio o ¿estás con alguien? Todo junto, otra vez. Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Mina repite esa mímica a la espera de que sus tres interlocutoras puedan entender que desea plantearles un asunto importante y que, para eso, lo mejor es hacerlo frente a un cous-cous preparado en su casa de Er-Rachidia, a escasos siete kilómetros del oasis azul de la Source de Meski. Tantos preliminares para conseguir un esposo a Lalla entre los hombres del grupo.


Mina ha contado bien antes de realizar el ofrecimiento. Son cuatro varones y tres mujeres. Uno de los hombres viene sin pareja y Lalla, según traduce su hermano Samir –Lalla no habla francés, lo que es habitual en la clase baja marroquí donde abunda el analfabetismo–, acaba de cumplir 15 años.


Poco instruida, como la mayoría de las mujeres marroquíes, Mina parece desconocer los asuntos legales que afectan a su sexo en un país de derechos matrimoniales reducidos. Hacerse cargo de su esposo, estar en igualdad de condiciones con el resto de las esposas del marido, disponer de bienes materiales y poder visitar a sus padres. Y poco más.


“Sorprende, ¿verdad?”

“Ça, étonne. Vrai? (sorprende, ¿verdad?)", señala con empatía Isabelle Richard, propietaria de un Riad turístico en Essaouira, una localidad de la costa atlántica reconvertida para ofrecer comodidades al estilo vacacional europeo.


Y claro que sorprende. Una cosa es la literatura de más de cinco años, lo que traducen los medios de comunicación sobre la realidad marroquí y otra, bien distinta, lo que puede observarse en las calles del reino alauí. No hay parangón.


Tras unos pies refugiados en decoradas babuchas sobre las que cae el caftán, caminan otros subidos en tacones de altura, por encima de los que se observan apretados vaqueros. Las calles de las grandes ciudades del país como Casablanca y Rabat e incluso las de otras más tradicionales como Fed y Marrakech están repletas de rostros femeninos localizables en cualquier francesa y, ahora cada vez más, española.


Esas jóvenes que juegan en red en los cybercafés, chatean en árabe, compran en locales de moda como Mango y Zara o toman té en céntricas terrazas de Rabat o Marrakech, parecen esconderse en las poblaciones rurales del interior del país. En ellas, las niñas no se desplazan. Primero, porque no sabe montar en bicicleta –principal medio de transporte de los jóvenes—y, segundo, porque la vida todavía mira hacia el interior del hogar.


Hay excepciones. Unas mondan pipas en las plazas de Meknés atentas a las miradas de los muchachos, otras salen a pasear cuando se agotan los últimos rayos y la temperatura da un respiro en el sofocante Marruecos y ciertas de ellas acompañan a sus hermanos menores a darse un baño en algún estanque cercano, como el de la Source Bleu. Pero siguen siendo pocas.


No son dos Marruecos

No son dos Marruecos. Es uno. El mismo país y realidades sociales diferentes que afectan, con mayor perjuicio, a la mujer. “Cuestión de género”, dicen las asociaciones feministas de un país con un gobierno de 35 ministerios y solo dos carteras dirigidas por mujeres: Desarrollo social y Emigración.

En enero de 2004, el recién estrenado rey Mohamed VI reformó el Código de Familia (mudawwana) elevando la edad mínima de matrimonio para la mujer de 15 a 18 años. Mina ha mentido en balde. Aunque sumara un par de años más, Lalla tampoco podría casarse hasta que no cumpliera la mayoría de edad.


Ni siquiera aparenta el número que su madre inventó: esos supuestos 15. Los pirata que porta miran hacia otras latitudes. Toman distancia de Er-Rachidia. El fucsia de la camiseta, empapada, grita adolescencia y su mirada, inteligente, expresa aún poca intención de rebatir a sus progenitores. Aunque apunta visos de hacerlo pronto.


Los minutos anteriores a que Mina emprendiera la negociación matrimonial, el intercambio de palabras entre Lalla y su madre ha sido más bien escaso. Por no decir nulo. Sin embargo, participativa, la joven juega con los más pequeños y simula ser cómplice de los prolegómenos al trato.


Los menores componen un grupo de siete, entre los que está un niño de unos cuatro años que atiende al nombre de Farid. Extrañada por contabilizar dos hermanos a los que atribuye la misma edad, una de las viajeras se interesa por el pequeño y su relación con el resto del grupo. Es hijo de Fatema, una de las amigas de Lalla. O eso parece entender. La comunicación tiene ida, pero no vuelta, cuando el árabe dialectal de Marruecos, nociones de francés adquiridas en una escuela oficial de idiomas en España y el inglés del tercer año de Filología de Samir en la Universidad de Fez soportan una conversación pluri-multi-triple lingua. Fatema es joven. Demasiado joven para ser madre, según la turista española. “No tener más de 15”, se atreve a calcular.


Los otros 15, los de Lalla, no son más que un reclamo dirigido a un hombre que por conservadurismo cristiano tampoco aceptaría nunca a una joven marroquí, como ofrece Mina. Esta mujer oronda, que aparenta unos 30 años, tatuada de henna y que no para de sonreír, eludió tomar en cuenta las consecuencias de sacar a una menor del país. Ella o el joven al que pretendía adjudicar a su hija podrían ser imputados de tráfico de menores. Un delito condenado en Marruecos con penas de entre uno y cinco años de cárcel y multas que pueden alcanzar el millón de dirhams (100.000 euros).


Menores

Explica Ana Ortiz, del Grupo de Estudios Estratégicos, que los padres envían a los menores a Europa "a sabiendas de que ésta va a ser la fórmula más sencilla de proceder a la reagrupación familiar".


En cifras de la Secretaría de Estado de Inmigración, este año, unos 300 adolescentes marroquíes llegaron a España solos. Todos ellos embarcados en pateras y, ahora, en cayucos. Al Ministerio de Trabajo, Asuntos Sociales e Inmigración y a los medios de comunicación se le escapan unos cuantos: los que acceden al país por otras vías, que no son la marítima. El matrimonio, una. Solo posible, en este caso de minoría de edad, tras autorización de los tribunales competentes.


Nadie le preguntó, pero parece que Lalla, con sus falseados 15, demuestra poco interés por los hombres. Menos aún por aquel que seleccionó su madre: un tipo vestido con camisa de Pedro del Hierro en una piscina natural contaminada del pre desierto marroquí. Al menos, ambos dos tienen en común que van ataviados de pies a cabeza. Uno y otro, a su manera y con sus diferentes motivos.


Lalla no es Hanás –un adolescente de 16 años que ejerce de proxeneta en la turística plaza de Jamaa El Fna de Marrakech–, ni Jamila, una niña de 14 años que trabaja en un burdel de Fed– y menos Zaida –escolar y prostituta de 12 años–. Pero al igual que ellos pudo estar a punto de que otros decidieran en su lugar.