16.10.06

A las siete, en la puerta del metro

Miguel Amores

El truco para que te cojan el periódico es mirar a los ojos. Si logras ese contacto visual, aunque sólo sea durante un segundo, la persona verá más allá de tu uniforme ridículo; verá en ti a un igual y lo más probable es que te coja el periódico aunque en el fondo no quiera, sólo por consideración a ti. Este consejo me lo dio José, que reparte prensa gratuita en la boca de metro de Serrano, junto a mí y otra chica más. Me lo dio una mañana en que apenas fui capaz de colocar unas decenas de periódicos en media hora, cuando lo normal en ese tiempo es repartir al menos dos fajos de prensa, que contienen unos cincuenta ejemplares cada uno. Empecé a taladrar con los ojos a todo el que salía por la boca de metro, y ya fuera por lo que me había dicho José de la consideración que provoca una mirada, o ya fuera porque, como me ha dicho alguna chica, tengo unos ojos bonitos, ese día al acabar la jornada apenas me sobró una treintena de periódicos.

A las siete y media de la mañana, la hora a la que empiezo a trabajar, Madrid ya no da la sensación de ciudad dormida. El tráfico empieza a ser bastante intenso y en la calle se ven algunas personas, sobre todo corredores y personas paseando al perro. Lo primero que hay que hacer al llegar es realizar una llamada perdida al coordinador de repartidores, para que sepa que ya estás en el punto de reparto. Después corto las cintas de plástico de los paquetes con unas tijeras que traigo de mi casa, cojo un taco de revistas y voy a la entrada de metro.

Saludo a José, que entra a trabajar antes que yo, a las siete, y me dirijo hacia el carrito donde están apilados los cerca de once paquetes de revistas que tengo que repartir hoy. José es de esas personas que siempre tiene la sonrisa a punto y un chiste o una buena anécdota en la recámara; es bastante alto y tiene algunas entradas en el pelo que le sitúan cerca de la treintena. José terminó Psicología hace unos años, aunque ahora se está preparando para las pruebas de policía municipal. Todos los días, cuando acaba con los periódicos, va un par de horas al gimnasio y una vez me contó, mientras fumaba un cigarrillo, que muchas tardes iba a correr algunos kilómetros a un parque de cerca de su barrio.

Hoy jueves me toca repartir la revista Oxígeno. Se trata de veinte hojillas de papel couché que tratan temas ligeros, como cine y tendencias. Comparada con el diario Qué! o el 20 Minutos es algo que se reparte bastante mal; te la cogen aproximadamente una de cada siete personas. Su única ventaja es que al ser muy delgada puede darse de dos en dos sin demasiada dificultad. Esto está prohibido por las reglas de la empresa, claro, que además obliga a llevar siempre uniforme, a decirle buenos días a todo aquel que te coja el periódico, a no hablar con los compañeros mientras trabajas, a dejar limpia de papeles tu zona de reparto, a no dejar paquetes de periódicos en portales o paradas de autobús y a no llevar ningún tipo de auricular mientras repartes. Yo he incumplido todas esas reglas en algún momento: he tenido broncas con los basureros porque mi zona estaba llena de papeles, no me he puesto la gorra de repartidor ni cuando hacía sol, he descubierto a Sabina a través de los cascos de mi MP3 y he dejado fajos de periódicos en paradas de autobús, párkings y cafeterías casi cada día. De todos estos incumplimientos puedo decir que estoy orgulloso. Por 4.70 euros la hora cobradas a través de una ETT no hay nada que me impulse a ser honesto.

Además no me gustan las bases sobre las que se asienta el negocio de la prensa gratuita. La enorme difusión de estos diarios, 3.3 millones de diarios en nuestro país, frente a los menos de dos millones de la prensa tradicional, no me parece en absoluto una democratización de la información, sino más bien un modo de ofrecer una realidad incompleta, amarillenta y descontextualizada para manipular mejor. Incluso el dueño de la mayor empresa mundial de prensa gratuita, el sueco Toernberg, describe sus publicaciones como “el Big Mac de la industria de Gutenberg”. Toernberg, de cuarenta años, se jacta además de no haber acabado la carrera de Periodismo.

Mientras repartimos, José me cuenta la película que vio anoche, una de risa. Al parecer iba de dos que se pasan el día haciendo el vago en un centro comercial, fumando canutos y charlando con el dependiente de un videoclub. Llega Juanito que, como nosotros, se dedica al negocio de la prensa, aunque su trabajo es llevar periódicos de pago a los portales de las casas. Juanito es un personaje curioso, de cierto toque galdosiano, con su ojo bizco, su sonrisa alelada y sus canas prematuras. A mí apenas me saluda, pero con José siempre intercambia algunas frases, y siempre de fútbol. Como todos los días, dice lo que acaba de leer en la prensa deportiva: habría que poner a Sergio Ramos de central y dejarle la banda a Pernía, y habría que sustituir en el mediocentro a Albelda por Xabi, que es de corte más ofensivo. José no está seguro de esos cambios; Pernía es bueno tirando las faltas, pero tampoco es que sea un gran lateral. Él, más bien, dejaría ese sitio para Míchel Salgado; y tampoco está seguro en lo de quitar a Albelda, porque sin él la selección es más vulnerable en los contraataques.

Hay, al menos, dos docenas de personas que pasan por esa boca de metro todos los días y cuya cara ya me resulta familiar. Hay un hombre que pasa pronto todas las mañanas con su pastor alemán que pide siempre dos periódicos; hay otro que pasa todos días en torno a las nueve y media que se parece a Solbes, el ministro de Economía, sólo que más delgado; también hay una chica que siempre va muy maquillada y con pendientes largos que nunca coge ningún periódico, y un hombre con traje de ejecutivo que siempre va hablando por el móvil. Con la mayoría de ellos jamás he intercambiado más que dos palabras y, sin embargo, es curioso la cantidad de detalles que se llegan a recordar. Tal vez porque repartir periódicos es un trabajo que no requiere ningún tipo de concentración, uno empieza a fijarse en que, por ejemplo, ese hombre lleva hoy la misma camisa que llevó el martes, o que esa chica se ha cortado el flequillo y se ha puesto mechas. A veces espero reconocer esos pequeños detalles con la misma impaciencia con la que de pequeño miraba cada mañana las plantas para ver si habían crecido durante la noche.

José ya ha terminado hace rato de contarme la película cuando viene Antonio, que es portero de una casa que queda a pocos metros de donde repartimos. Antonio, que tiene una cojera muy acusada y siempre nos cuenta un par de chistes, baja todas las mañanas y nos toma un taco de periódicos a cada uno para dejarlos dentro de su portal y que puedan cogerlos los vecinos. A lo largo de la mañana hablamos con una veintena de currantes que en uno u otro momento se dejan caer por la entrada de la boca de metro. Son los porteros de alrededor, los transportistas, los agentes de movilidad, los basureros y los vigilantes del metro, que pasadas las nueve suelen subir a la superficie para echarse un pitillo. Son conversaciones triviales, sobre el tiempo o sobre la huelga de metro, pero que están rodeadas de algo especial, una especie de mezcla entre la camaradería y la franqueza propia tan solo de aquellos que para ganarse la vida han de trabajar con sus propias manos.

Cuando me quedan seis paquetes en el carrito llega Lucía, que reparte el 20 Minutos. Hoy la ha traído su novio en el coche y ha llegado un poco tarde, pero le da igual. De hecho, está más sonriente que otras veces. Los ojos le brillan más que de costumbre tras sus gafas sin montura, y al andar puede dar la impresión de que da pequeños saltitos. “Como mi novio se levanta muy pronto para ir a trabajar los días laborables no le suelo ver hasta la noche. Aunque por la mañana noto sus besos cuando aún estoy dormida”, nos dice.

Una vez colocado el carrito Lucía coge un taco de sus periódicos y se coloca junto a mí. Cada uno tiene asignado nuestro lugar alrededor de la entrada de la boca de metro: José pegado a la barandilla, yo en la entrada misma del metro y Lucía dos metros a mi derecha. Se trata de una colocación estratégica: todas las personas que salen del metro pasan por el pasillo que formamos, de tal modo que es muy difícil que alguien no coja uno de los tres diarios que se le ofrecen.

Pasadas las nueve, un hombre delgado y de piel cobriza pega un cartel en el buzón que está junto a mi carrito. Es de la AVT, y llama a manifestarse el sábado contra la política antiterrorista del Gobierno. Todos nos quedamos mirando (en verdad cualquier detalle que se salga un poco de lo normal basta para que dejemos de trabajar y nos quedemos mirando) y a José se le tuerce la sonrisa por primera vez en toda la mañana. “La verdad es que es una vergüenza lo que está haciendo Zapatero en el País Vasco”, dice. Nos cuenta que él conoció el caso de un Guardia Civil que murió en un atentado de ETA. La mujer se dio a la bebida, y la hija, “que no tenía quien la llevara”, empezó a hacerse tatuajes y a frecuentar muy malas compañías. Yo estoy apunto de responder algo, pero en el último momento me lo pienso mejor y me callo. Hace unos meses, con todo el lío del Estatut, tuve una discusión bastante agria con una amiga, y desde entonces ya casi no nos hablamos. Simplemente no vale la pena.

A las nueve y media, pasadas ya dos horas desde que empecé a trabajar, me quedan cuatro paquetes por repartir, y decido que ya es hora de irse. José se acaba de marchar hace diez minutos, mientras que a Lucía le queda aún la mitad de los periódicos, aunque los suyos se reparten rápido. Meto dos paquetes de revistas en la mochila, cargo dos más con cada mano, me despido de Lucía y me pongo a esperar en el cruce a que el semáforo se ponga en verde. Unos cien metros más allá, en una bocacalle por donde pasa poca gente, existe un contenedor de esos de papel y cartón. Cuando arrojo los paquetes de Oxígeno no experimento ningún tipo de mala conciencia. Me acuerdo de los cuatro euros con setenta céntimos y de todas las horas extras impagadas, y siento más bien como si estuviera reequilibrando una injusticia.

Para volver a casa, bajo por las mismas escaleras de la boca de metro ante las cuales he estado plantado durante dos horas. Saco el abono de la cartera, cruzo el torno y ya en el andén veo algo que me arranca una sonrisa: es una señora de la limpieza, una con la que hemos estado charlando hace un rato, que arrastra con su mopa una gran masa de periódicos y revistas que la gente ha arrojado al andén desde primera hora de la mañana.