El ocaso de los pastores
Samuel MayoComo cada mañana, Manolo desayuna un variado menú de ternera, sardinas y torreznos. Su casa, construida sobre un establo, mantiene el calor y la tenue luz del fuego de leña. El salón es pequeño y las moscas buscan un lugar entre los desperdicios.
Al dar las once, carga al hombro su abrigo de lana y en la mano una vieja cachaba. “El cabrero”, como es conocido entre sus vecinos, camina con pasos sonámbulos siguiendo la misma ruta desde hace años. Abre el redil de las más de doscientas cabras y comienza una larga travesía, “con las abarcas desiertas”, como diría el poeta levantino Miguel Hernández.
Lo acompañan dos mastines y el perenne campanilleo de los cencerros. Acostumbrado a la soledad, apenas habla y cuando lo hace, parece reflexionar. Piensa, por ejemplo, que Dios no existe porque si fuera así, “no sería tan pobre”. Arranca una rama y la apoya en sus labios: “¿no crees?”, pregunta indiferente.
Manolo forma parte de los 45 pastores que trabajan a lo largo del Valle de Lozoya en Madrid. El número se ha reducido a la mitad en los últimos diez años, según datos de la Consejería de Agricultura y Ganadería, ente que controla la industria primaria en varios distritos del norte de la comunidad. Desde 1995, hay dos mil cabezas menos de ganado ovino y caprino.
“¡Quién desea permanecer aquí!”, exclama Manolo mientras levanta su mano y señala al horizonte. Y el horizonte es una fotografía de montañas, silencio y un intenso olor a humedad.
Una vida esclava
Una de las principales causas de este descenso es la “vida esclava” a la que están sometidos los pastores, explica Manolo. “No es tanto el esfuerzo sino las horas que uno debe pasar consigo mismo”, llegando incluso a “aborrecerse”.
Tiene 61 años y desde los doce ha crecido siguiendo las sombras del ganado. Inicia la jornada a las seis de la mañana para ordeñar las cabras y termina a las doce de la noche, cuando se apagan las últimas voces del televisor. Tan sólo descansa cuatro días al mes y los suele consumir en el bar.
En primavera y verano recorre los terrenos de la Dehesa, una basta finca sembrada de robles y fresnos cuya hoja constituye el principal alimento del ganado. En invierno, se traslada del valle a la montaña en busca de tomillo y retamas. Ningún día, “llueva o hiele”, regresa a casa antes del anochecer.
No muy lejos de San Mamés, lugar donde reside Manolo, se encuentra Braojos, otro pequeño y hermoso pueblo sembrado en la montaña. José pasa allí su vejez y ya no quiere hablar de ese pasado “bailando ovejas”, como se refiere no sin lírica al trabajo que ejerció durante toda una vida.
Desconfía del foráneo y su sobrenombre, “el pajarito”, define a la perfección su complexión menuda y ese gesto huidizo que se pierde por las calles soñolientas de Braojos. Tan sólo unas palabras delatan lo que siente: “Qué me van a decir a mi, sólo yo sé lo que es pasar varias noches durmiendo en la tierra y calado hasta los huesos”.
María Jesús Aguilar, delegada comarcal de la Consejería, comenta que muchos de estos pastores, entre los que se incluyen Manolo y hasta hace poco José, no son dueños del ganado y sus sueldos escasos (entre 400 y 500 euros mensuales) para el esfuerzo que realizan. A partir de aquí, “los jóvenes no quieren saber nada”, comenta, “aquellos que tienen fincas y pueden dedicarse a la ganadería extensiva, prefieren comprar vacas porque nadie tiene que cuidarlas”.
De las aproximadamente ocho mil ovejas y cabras que aparecen registradas en esta delegación de la sierra norte, unas tres cuartas partes están en manos de Sociedades Agrarias de Transformación (S.A.T.) y grandes empresas. El resto, la mayoría, lo componen pequeños ganaderos con rebaños de no más de 100 reses.
La nueva normativa de ayudas europeas puesta en vigor este mismo año, ofrece dinero a los propietarios por cada animal del que se desprendan. “Se trata de desvincular las subvenciones de la producción”, afirma Maria Antonia Aguilar. Sin embargo, es una forma de favorecer a la empresa más grande, ya que los pequeños se ven tentados a deshacerse del poco ganado que poseen.
Progresivo envejecimiento
Cristina tenía 26 años cuando decidió trasladarse con varios compañeros a Puebla de la Sierra y vivir de la ganadería. Hoy tiene 32 y se muestra jovial cuando habla de la decisión que tomaron. “Sabemos que es difícil vivir de esto y es muy lento el negocio, la ganadería no está de moda que digamos, pero nos va bien”.
Ella y sus compañeros poseen diferentes titulaciones y la afición común por el campo. En 1992, las comunidades autónomas concedieron unos “derechos” para administrar los fondos de la Unión Europea, ayuda básica en la renta de todos los ganaderos. Hasta el 2005 se pagaba 21 euros al año por derecho de oveja, 28 si se encontraba en zonas desfavorecidas.
En todos esos años se ha ido creando una reserva nacional por los derechos que han vendido diferentes ganaderos. Se creó así un pequeño reclamo para el joven empresario que deseaba invertir dinero y tiempo en el sector.
“El caso de Cristina es muy particular”, señala la delegada de agricultura y ganadería. “La realidad es que hay un progresivo envejecimiento de la población en las zonas rurales”. Aunque no por origen, Manolo pertenece a ese 50% de pastores de la zona mediterránea cuya edad supera el medio siglo de vida y ese otro 41% que aún permanecen solteros, según datos del Ministerio del Medio Ambiente.
El relevo generacional se dificulta y los pocos jóvenes que heredan la tradición se enfrentan a un decisivo pulso psicológico: pasar una vida en el campo o adaptarse a una civilización cada vez más cosmopolita.
Las cañadas, olvidadas
Cada año, La Castellana, antigua cañada y hoy una de las principales avenidas de la capital, se viste de blanco por un día. Decenas de ovejas ocupan el asfalto de la ciudad en su trayecto hacia el Parque Natural de Monfragüe, en Extremadura.
Era una imagen repetida en el pasado. Todavía hoy, algunos pastores se trasladan cada año varios kilómetros durante cuatro o cinco jornadas. El rebaño pasa así el invierno en el valle y en la montaña los meses de verano, cuando escasea el pasto.
“Dormía al aire libre”, recuerda José en una de sus pocas sentencias, “he caminado por todas estas montañas pasando muchos días fuera de casa”. Hoy se utilizan trenes y camiones para el traslado pero con costes muy altos y los más de 100.000 kilómetros de vías pecuarias que antaño atravesaban el país de norte a sur, están en su mayoría inhabilitadas.
El estado las expropia para la construcción de nuevas vías de transporte o viviendas, muchas de ellas han sido abandonadas y otras son paso para aficionados al senderismo.
En los últimos años se están tratando de recuperar con fines turísticos. En la Comunidad de Madrid se celebra durante el mes de mayo la Trashumad, una ruta a través de cañadas que se extiende desde Colmenar Viejo a Buitrago de Lozoya y en la que los ciudadanos pueden ser parte por unos días de la trashumancia.
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