21.11.06

Lalla tiene 15 años, y está en venta

Marta Molina

La Source Bleu de Meski está contaminada. Las guías de viajes actualizadas, como la edición 2006 de la Lonely Planet, aconsejan evitar el baño. Pero Lalla parece indiferente a las infecciones. Con toda probabilidad, desconoce el estado patógeno del estanque.


Cuando sale del agua tras el enésimo chapuzón del día, lleva el pantalón pirata caqui y la camiseta fucsia que viste pegados al cuerpo por haberse sumergido con ellos. Mujeres y niñas de clase media y baja en Marruecos disfrutan del baño veraniego vestidas. Aunque al estilo occidental, se cubren casi por completo, como si se dispusieran a hacer compras o tomar un refresco en una terraza. Los muchachos, por contra, seleccionan bañadores modernos. Algunos, incluso, de conocidas marcas deportivas. Pero las chicas se visten por entero.


Como espacio de dispersión, la Source Bleu es una buena elección si se omite la higiene. Los baños, atestados de personas que se liberan de las ropas que hasta ese momento las protegieron del sol, hacen las veces de sede social para los insectos de la zona, atraídos por defecaciones en estado de descomposición, agua estancada y toda suerte de desperdicios. Aún así: para utilizarlos, hay que depositar un dirham (10 céntimos de euro).


Observada por su madre Mina, a la distancia, Lalla juega con unas amigas en el agua. Se suceden las ahogadillas y las bromas. Gritan, ríen y a veces se atragantan entre tanta algarabía. Hoy, Mina ha conocido a unos occidentales: tuvo la valentía de acercarse a las mujeres de un grupo de turistas españoles para ofrecerles higos y entablar así conversación.


Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Los índices de ambas manos, uno contra el otro. Un gesto que, si no universal, puede entenderse tras algún que otro esfuerzo de comprensión. Matrimonio, pareja, novio o ¿estás con alguien? Todo junto, otra vez. Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Mina repite esa mímica a la espera de que sus tres interlocutoras puedan entender que desea plantearles un asunto importante y que, para eso, lo mejor es hacerlo frente a un cous-cous preparado en su casa de Er-Rachidia, a escasos siete kilómetros del oasis azul de la Source de Meski. Tantos preliminares para conseguir un esposo a Lalla entre los hombres del grupo.


Mina ha contado bien antes de realizar el ofrecimiento. Son cuatro varones y tres mujeres. Uno de los hombres viene sin pareja y Lalla, según traduce su hermano Samir –Lalla no habla francés, lo que es habitual en la clase baja marroquí donde abunda el analfabetismo–, acaba de cumplir 15 años.


Poco instruida, como la mayoría de las mujeres marroquíes, Mina parece desconocer los asuntos legales que afectan a su sexo en un país de derechos matrimoniales reducidos. Hacerse cargo de su esposo, estar en igualdad de condiciones con el resto de las esposas del marido, disponer de bienes materiales y poder visitar a sus padres. Y poco más.


“Sorprende, ¿verdad?”

“Ça, étonne. Vrai? (sorprende, ¿verdad?)", señala con empatía Isabelle Richard, propietaria de un Riad turístico en Essaouira, una localidad de la costa atlántica reconvertida para ofrecer comodidades al estilo vacacional europeo.


Y claro que sorprende. Una cosa es la literatura de más de cinco años, lo que traducen los medios de comunicación sobre la realidad marroquí y otra, bien distinta, lo que puede observarse en las calles del reino alauí. No hay parangón.


Tras unos pies refugiados en decoradas babuchas sobre las que cae el caftán, caminan otros subidos en tacones de altura, por encima de los que se observan apretados vaqueros. Las calles de las grandes ciudades del país como Casablanca y Rabat e incluso las de otras más tradicionales como Fed y Marrakech están repletas de rostros femeninos localizables en cualquier francesa y, ahora cada vez más, española.


Esas jóvenes que juegan en red en los cybercafés, chatean en árabe, compran en locales de moda como Mango y Zara o toman té en céntricas terrazas de Rabat o Marrakech, parecen esconderse en las poblaciones rurales del interior del país. En ellas, las niñas no se desplazan. Primero, porque no sabe montar en bicicleta –principal medio de transporte de los jóvenes—y, segundo, porque la vida todavía mira hacia el interior del hogar.


Hay excepciones. Unas mondan pipas en las plazas de Meknés atentas a las miradas de los muchachos, otras salen a pasear cuando se agotan los últimos rayos y la temperatura da un respiro en el sofocante Marruecos y ciertas de ellas acompañan a sus hermanos menores a darse un baño en algún estanque cercano, como el de la Source Bleu. Pero siguen siendo pocas.


No son dos Marruecos

No son dos Marruecos. Es uno. El mismo país y realidades sociales diferentes que afectan, con mayor perjuicio, a la mujer. “Cuestión de género”, dicen las asociaciones feministas de un país con un gobierno de 35 ministerios y solo dos carteras dirigidas por mujeres: Desarrollo social y Emigración.

En enero de 2004, el recién estrenado rey Mohamed VI reformó el Código de Familia (mudawwana) elevando la edad mínima de matrimonio para la mujer de 15 a 18 años. Mina ha mentido en balde. Aunque sumara un par de años más, Lalla tampoco podría casarse hasta que no cumpliera la mayoría de edad.


Ni siquiera aparenta el número que su madre inventó: esos supuestos 15. Los pirata que porta miran hacia otras latitudes. Toman distancia de Er-Rachidia. El fucsia de la camiseta, empapada, grita adolescencia y su mirada, inteligente, expresa aún poca intención de rebatir a sus progenitores. Aunque apunta visos de hacerlo pronto.


Los minutos anteriores a que Mina emprendiera la negociación matrimonial, el intercambio de palabras entre Lalla y su madre ha sido más bien escaso. Por no decir nulo. Sin embargo, participativa, la joven juega con los más pequeños y simula ser cómplice de los prolegómenos al trato.


Los menores componen un grupo de siete, entre los que está un niño de unos cuatro años que atiende al nombre de Farid. Extrañada por contabilizar dos hermanos a los que atribuye la misma edad, una de las viajeras se interesa por el pequeño y su relación con el resto del grupo. Es hijo de Fatema, una de las amigas de Lalla. O eso parece entender. La comunicación tiene ida, pero no vuelta, cuando el árabe dialectal de Marruecos, nociones de francés adquiridas en una escuela oficial de idiomas en España y el inglés del tercer año de Filología de Samir en la Universidad de Fez soportan una conversación pluri-multi-triple lingua. Fatema es joven. Demasiado joven para ser madre, según la turista española. “No tener más de 15”, se atreve a calcular.


Los otros 15, los de Lalla, no son más que un reclamo dirigido a un hombre que por conservadurismo cristiano tampoco aceptaría nunca a una joven marroquí, como ofrece Mina. Esta mujer oronda, que aparenta unos 30 años, tatuada de henna y que no para de sonreír, eludió tomar en cuenta las consecuencias de sacar a una menor del país. Ella o el joven al que pretendía adjudicar a su hija podrían ser imputados de tráfico de menores. Un delito condenado en Marruecos con penas de entre uno y cinco años de cárcel y multas que pueden alcanzar el millón de dirhams (100.000 euros).


Menores

Explica Ana Ortiz, del Grupo de Estudios Estratégicos, que los padres envían a los menores a Europa "a sabiendas de que ésta va a ser la fórmula más sencilla de proceder a la reagrupación familiar".


En cifras de la Secretaría de Estado de Inmigración, este año, unos 300 adolescentes marroquíes llegaron a España solos. Todos ellos embarcados en pateras y, ahora, en cayucos. Al Ministerio de Trabajo, Asuntos Sociales e Inmigración y a los medios de comunicación se le escapan unos cuantos: los que acceden al país por otras vías, que no son la marítima. El matrimonio, una. Solo posible, en este caso de minoría de edad, tras autorización de los tribunales competentes.


Nadie le preguntó, pero parece que Lalla, con sus falseados 15, demuestra poco interés por los hombres. Menos aún por aquel que seleccionó su madre: un tipo vestido con camisa de Pedro del Hierro en una piscina natural contaminada del pre desierto marroquí. Al menos, ambos dos tienen en común que van ataviados de pies a cabeza. Uno y otro, a su manera y con sus diferentes motivos.


Lalla no es Hanás –un adolescente de 16 años que ejerce de proxeneta en la turística plaza de Jamaa El Fna de Marrakech–, ni Jamila, una niña de 14 años que trabaja en un burdel de Fed– y menos Zaida –escolar y prostituta de 12 años–. Pero al igual que ellos pudo estar a punto de que otros decidieran en su lugar.