La colmena entre rejas
Javier Arana
Me fijo y no veo ningún reloj. Aunque al poco de echar a andar me hallo en medio de una gran plaza, rodeado de ilustres edificios municipales y por supuesto del venerado centro comercial de la zona. Esto va a ser la versión apócrifa de mi Plaza Mayor, verás. A lo mejor vienen aquí a tomar las uvas. La verdad es que me siento como en casa en medio de la vorágine, del barullo de ciudad, abrazado por tanta prisa. Y al segundo, abducido de mí, me doy de bruces con mi grupo.
Por allí viene Carretero, el treintañero trajeado como de costumbre. Tengo que agacharme para los besos protocolarios y empiezo a escuchar al letrado anfitrión, que casi me rompe la mano. “Bueno, aquí tenéis, aquí nos concentramos todo Leganés. Eso es el Ayuntamiento, la plaza de toros, el mercado, la comisaría… y aquí en frente, el de las rejas blancas, es el edificio de los juzgados”. Hay un furgón de Policía aparcado en un lateral, y Emiliano me lee el pensamiento. “Por allí se entra a los calabozos” –se ríe-. “A ver si tenéis suerte hoy y veis algo. Qué cara se os ha puesto…”.
Lo cierto es que el vehículo parece bien aburrido. Entonces, una cuadrilla de cinco sale tan tranquila de detrás de las rejas blancas que cubren parte de la fachada, y se acerca en nuestra dirección. Se saludan que da gusto con nuestro guía en funciones. “Anda que cómo viven los funcionarios. Ésos trabajan de nueve a tres, por la mañana, y se van ya a por el primer café. Aquí nos conocemos todos”. Entonces una compañera de clase pregunta, divertida, si allí dentro no se lo toma ni uno en serio. “Pues… qué queréis que os diga. Ahora veréis, paciencia, ahora veréis…”. Y Emiliano alarga la intriga mientras arroja un guiño de complicidad a otro zángano rezagado. Me doy cuenta de que es un tipo majo, este Carretero, siempre franco y sin fantasmadas. Aquí todos parecen tomárselo con calma. ¿Pero por qué esa fama de serios, y tanta reja blanca? Reconozco que empieza a picarme el misterio.
Pues allí dentro que nos zambullimos. Nada más entrar, un detector de metales por el que casi no quepo, pero no nos cachean. “No hace falta, si venís con Emiliano…”, dice un guarda fondón al borde de jubilarse. Más zánganos, y giros de cabeza a ceja alzada de mi profesor. Nos paramos ante la primera celda de la colmena. “Esto es la rueda de reconocimiento”. Nos abre y entramos en una habitación con un gran cristal. “Es igual que en las películas. Se ve sólo desde este lado. A veces, para completar la ronda de sospechosos, cogen a cualquiera de los que trabajamos aquí. Si son peleas de discotecas, suele ordenar el juez traer a los de seguridad de la plaza de toros, que están hechos unas bestias. Y vienen calladitos, que aquí es su Señoría quien manda.
Cuando el problema lo tiene un moro, me cogen a mí”. Sonrío; pienso que nos fascina cualquier tontería, parecemos japoneses a punto de sacar la cámara. “Vamos, que ahí al lado está el forense”. Entro, sumido en el enjambre, en un despacho lleno de fotos de paisajes tropicales, y nos recibe una mujer encantadora mientras –cómo no- el bueno de Emiliano nos tiene que explicar que en esa celda no hacen autopsias, sino cosas más aburridas como valorar lesiones de accidentes de tráfico. Surge algún suspiro de decepción, pero a mí me hace gracia el mito ridiculizado. “No, qué va, aquí llevamos el trabajo al día”, responde la secretaria -o concepto análogo- a la inevitable pregunta. Pues aquí algo no encaja, me digo yo, debe haber otro grupito de abejas obreras, de explotadas para arriba. “Arriba sí que andan asfixiados”. “Sí, ahora me los subo”, augura nuestro Carretero.
Acto seguido, estamos escalando el primer piso, guarecidos aún en las mismas rejas blancas de la ventana y luchando en bloque contra la corriente de abejas y sus portafolios. Por esta zona parece que habitan las obreras. Entramos en la sala reservada para los procuradores, sin embargo vacía, que parece más un área de descanso. “Aquí trabajo yo”, dice nuestro Emiliano. La máquina de café prominente y el cartel en la pared (“torneo de mus”) me despejan dudas. Aquí se ven todo obreras porque los zánganos han volado ya.
Para quien diga que en el Derecho sólo hay loros y nada de astucia. “La sala de al lado está a todo trajín, es donde se mueven los agentes judiciales. Son fundamentales y están sobrecargados, todo el día redactando documentos, el trabajo sucio del juez”. Vaya, me digo, efectivamente, el juez debe ser un zángano más. Qué alegría, ¿no?, y me quejaba yo –que no tantos otros- de algún profesor incompetente. “¿Pero qué exactamente hacen entonces los jueces?”, plantea una compañera a la que tenía por menos ingenua. “Lo vais a entender ya mismo. Vamos, que llegamos tarde a la primera vista”. Salimos de nuevo al rellano de las escaleras, a la luz enrejada de Leganés, y soy de los últimos en vislumbrar la Sala de Vistas. Mi cuello grueso ha permanecido girado, insiste en que observe a los salvadores de la colmena, al fondo, ¡qué estrés!, no dan abasto a producir miel. A ésos no les debe gustar el café, por lo visto, o quizá tanto empacho a tila...
Carretero nos guía hacia el interior de la Sala, de un naranja parqué interminable en suelos y paredes. El enjambre visitante nos movemos lenta, solemnemente, y las partes del juicio nos miran. Parecen esperarnos, engalanados en sus togas y en sus ceños fruncidos, y nosotros devolvemos el gesto derrochando las miradas japonesas sin cámara. Deben de creerse que somos fieles idólatras; intuyo visos de sonrisas abriéndose paso en los abogados, de autocomplacencia. Si cuatro larvas neófitas y observadoras les inspiran algún tipo de superioridad, no deben ser muy brillantes, dentro y fuera de esa especie de capas negras.
Su Señoría la jueza, por cierto, es la única que no muta el gesto tras las gafas, ¿se la habrá tragado la cera? Esgrime unos cincuenta años encorvados hacia tanto folio. Tiene pinta de intransigente; ¿un zángano intransigente? Esto puede ser buenísimo, digno de documental. Nos dispersamos por unos bancos de madera atezada y sin respaldo, al tiempo que el micrófono del estrado despide una voz robótica, poco femenina. Entre autómata y riguroso, el tono de su Señoría la de cera comienza a escupir las formalidades obligadas al iniciar todo procedimiento, el preámbulo del verdadero litigio. Me es algo un poco anacrónico y superfluo, y eso que llevo dos años siendo educado en la importancia de la forma en el mundo jurídico.
Desconecto sin querer, hasta que empiezan a hablar los abogados. El uno le corta al otro, y la jueza a los dos, constantemente. Que si “vayan al grano”, que si “a mí no me venga usted otra vez con lo mismo”, que si “esto no se hace así”. Demonios, la cera está cada vez más irritada y a la vez más exultante. No deja de corregir, de ironizar. De nuevo un letrado vuelve a trastabillarse en su discurso. “Sí, venga, continúe y vaya acabando”. Éste acaba de licenciarse, está sin hacer y con un repeinado gelatinoso que no consigue del todo darle esos años de más. Soy yo igual de larva que él.
El otro abogado, el que acusa, en cambio es todo lo contrario. Sus seis décadas le quitan nerviosismo a la palabra, pero sigue sin convencer el viejo insecto, tan flácido y caducado. ¿Y quién se aprovecha? Su Señoría, ese mal genio de cera inmutable que reparte una vez más a diestro y siniestro. “Vamos, por favor, que pretendemos comer hoy”. Ahora llaman a declarar a una testigo, que entra por la puerta. Es una joven abeja dependienta; resulta que la cosa va de un encargo a una tienda de muebles, de no se qué malentendido en torno a “mi tocador del baño debía ser de caoba entero, ¡pero entero!, no sólo la puerta”. La verdad es que aquí, me digo, la gente va a juicio por estupideces tremendas. La de tiempo libre que se prodiga por ahí, y cuánto zángano inquieto.
El joven engominado procede al interrogatorio –representa a la tienda-, y la pobre chica está que tiembla. A la cuarta o quinta pregunta parece que la abeja temerosa va a llorar. Siento compasión, seguro que nadie le ha preguntado si pertenece en este juicio. Me jugaría una mano a que se ha equivocado al tomar el pedido, a que le han obligado a declarar o a olvidarse de su puesto de trabajo, y a que los aguijones de la tienda le han puesto cada palabra del testimonio en esos labios nerviosísimos. A todo esto, su Señoría incrimina al letrado novato que qué tipo de pregunta es ésa, y que cómo es eso de decirle a la testigo lo que tiene que decir. Luego, triunfante, repite la pregunta en su línea inmisericorde, a la otra que debe estar rozando el estado de trance. Dios mío, lo veo, bingo. Así que éste es su papel; nada de un zángano, me he topado con la verdadera abeja reina del lugar. ¿Y dónde quedará la justicia?
Carretero se vuelve a reír y asiente. “Es muy dura, sí. Hay que echarle…”. Valor, pienso yo. Sí que habrá que echarle, sí. Y luego a lucir esa pose de reinas, a despilfarrar la joya venenosa del poder; eso sí que tiene valor. De verdad que a la reina de cera sólo le faltaba ponerse la corona. La tendrá escondida, ¿dónde la guardará? Y voy, y por fin caigo. Para eso tanta reja.
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