26.12.06

De Madrid a Quito en quince minutos

Alicia Calderón

No hice maletas, tampoco tomé un avión y menos pagué 1.300 euros por cruzar el atlántico, pero en quince minutos viajé de España a Ecuador. Viajé en metro.

Me metí a la estación Tribunal. Línea diez. Subí al carro. Era de los nuevos que no tienen puerta entre vagón y vagón. Son los que más me gustan porque dan la sensación de estar en la panza de un ciempiés. Puedo ver de la cabeza a la cola a quiénes nos come.

Plaza de España. Príncipe Pío. El gusano comenzó a alimentarse casi sólo de gente con piel tostada y baja estatura. Parecía que las señoras con fistol dorado en el abrigo o los jóvenes con sus inseparables Ipod no estaban este domingo en su menú.

Subían mujeres de cabellos largos y oscuros. Señoras con bolsas de plástico grueso que dejaban escapar pequeñas corrientes de olor a carne de cerdo. Señores que cargaban mesas y sillas plegadizas. Hombres con los ojos semi escondidos debajo de una gorra Nike o gafas en la cabeza. Unos subían solos, otros bien abrazados. Entraban familias con carriolas que no sólo cargaban bebés sino refrescos tamaño mega o litronas de Mahou.

En ese momento me di cuenta que, aunque no crucé el atlántico, algo había pasado que me hacía sentir fuera de Madrid. Lo entendí cuando llegué a la estación Lago.

Calculo que ahí bajamos 80 por ciento de los viajeros. Yo iba en busca del encuentro que sabía que cada domingo tenían los inmigrantes ecuatorianos en el Parque Casa de Campo. No tuve que preguntar nada. La multitud me llevó al lugar.

De las 1.800 hectáreas que tiene esta zona verde, la más grande de Madrid, no más de una era utilizada por los cientos de ecuatorianos que había. Tal vez llegaban a mil. Estaban cerca de la boca del metro y del lago, pero no lo suficiente como para mezclarse con los europeos que van al restaurante El Colonial de Mónico y pagan 90 euros por un menú.

El ambiente era como de kermés. Entré al ombligo de la multitud guiada por el olor, no distinguía de qué, pero me di cuenta que la comida estaba ahí. Había como diez vendedoras con su fuego improvisado, una bolsa cangurera a la cintura y atendiendo a filas de gente. En un plato desechable que terminaba a punto de desbordarse servían patata molida, cebolla, tomate, lechuga y, como principal, carne desmenuzada de cerdo.

- ¿Qué es eso? -pregunté a uno de los ayudantes de las cocineras.

- ¡¿Qué no conoces?! -me respondió–. ¿De dónde eres? ¿De Colombia?

- No. Soy mexicana -le dije y me quedé mirando la cazuela. La carne estaba ahogada en aceite y el olor parecía estar impregnando mi ropa porque había tanta gente amontonada que no tenía por dónde más salir.

- Aquí casi no vienen de otros lados, como que no les gusta, al menos que sean Bolivianos o Peruanos -me dijo Rey, el ayudante de vendedora-. Es hornado, lo comemos mucho en el Ecuador, es bien típico de donde nosotros somos.

Él es uno de los inmigrantes que llegó hace cinco años a Madrid y que ya es “oficialmente” residente. Me contó que en Salinas, la ciudad donde nació hace 52 años, ganaba 300 dólares al mes y con eso se las tenía que arreglar para mantener a su esposa y dos hijos. Ahora, con distintos trabajos, gana 900 euros mensuales. Su esposa está con él, pero sus hijos siguen en Ecuador.

Además de la carne de puerco, en el parque vendían Tropical, un refresco que se consume en Ecuador; mangos, plátano frito, elote o choclo salado, dulces y joyas de oro. En un momento me pareció que la comida era el motor del encuentro, pero no. Había muchas cosas más.

Miré para otro lado y me encontré con cinco tendidos de cd´s y dvd´s. Por el ruido parecía guerra de bandas, pero en realidad era guerra de vendedor a vendedor para ver quién atraía más clientes.

Los cantantes en las portadas eran poco comunes en España, con seguridad muy comunes en Quito: Los Reyes del Despecho, Ángel García, Joan Sebastian o “Para mi Ecuador del Alma: sólo para migrantes”. Los ritmos, igual: bachata, boleros y vallenato.

La música también estaba en voz viva. Sentados en improvisados asientos o parados formando un círculo, un grupo de bohemios tocaba la guitarra y rolaba el micrófono para quien quisiera tomarlo.

La regla no explícita era que la selección musical fuera para recordar lo que dejaron atrás, canciones casi para llorar de tristeza o gritar de alegría. A algunos no les costaba trabajo porque las cervezas que traían ya habían aflojado los sentimientos. Esta es la parte de la reunión con más presencia masculina, con visitantes transexuales que se prostituyen en el lugar, con pocos niños y con venta discreta de alcohol.

El encuentro de los inmigrantes se ubicaba alrededor de una cancha de fútbol sin pasto, sin líneas dibujadas y sin redes en las porterías. Ese día no había partidos formales pero algunos que vestían la camiseta de la selección ecuatoriana sí cascareaban la pelota.

En una de las orillas de la cancha, a la sombra de un árbol, estaba Carlos, un hombre afeminado de 35 años, estatura baja, pelo rizado y piel morena. Llegó a Madrid hace casi cinco años y vive con su hermana, cuñado y dos sobrinos. Ella estaba aquí primero y lo impulsó a migrar. La ciudad no le gusta, prefiere Quito, pero no se queja porque aquí le va mejor. En Ecuador terminó el quinto año de primaria y estaba dedicado a la peluquería. Ganaba 200 dólares mensuales que compartía con sus padres para mantener la casa donde vivía con ellos. En Madrid trabaja en una estética y por cinco días a la semana le pagan 600 euros mensuales. Vivir aquí es más caro pero aun así le alcanza para enviar dinero a su país.

Carlos era uno de los peluqueros que esperaban sentados en bancos plegables a que lleguen clientes que por cinco euros se van con nuevo look de Casa de Campo. La posición de este grupo estaba enmarcada por cabellos castaños que todavía no barrían y que hacían contraste con el color de la tierra seca de fin de verano.

Al ver que no tenía cliente me acerqué a él para platicar. Me aceptó y me senté en el piso, a su lado. Aunque respondía con detalle mis preguntas, casi no me miraba. Después entendí por qué.

Me dijo que para él las reuniones de cada fin de semana en el parque no sólo representan 400 euros más al mes de ingresos, sino la posibilidad de hacer amigos de su propio país y enterarse de lo que pasa en Quito.

- Aquí llegan y platican lo que hacen con el dinero que mandamos -me contó–. Dicen que Quito ya está más moderno, que tiene centros comerciales y teleférico.

Dijo que también es un lugar para hablar o quejarse de lo que les pasa en el resto de la semana, de sus enfrentamientos o buenos encuentros con los españoles, con sus patrones, con sus vecinos.

-Se quejan porque quejarse es una forma de desahogo -me comentó-. Desahogo por el racismo, por los insultos, por la policía que debería ser más tolerante con los inmigrantes, pues los policías son del gobierno y sin embargo son unos déspotas.

Narró que en una ocasión los policías “arrastraron de los pelos” a una vendedora por no permitir que le quitaran su mercancía. Cuando salió el tema de la autoridad en la conversación entendí por qué Carlos no me miraba. Estaba al pendiente de que no llegaran los policías porque si lo ven trabajando le quitan sus herramientas para cortar el cabello; tijeras, navajas, peines.

En ese momento se acercaron cuatro policías con sus uniformes azules y verde fluorescente. Los vendedores empezaron a chiflar en clave para avisar a todos que tienen que recoger sus cosas antes de que les sea decomisada. La venta está prohibida en ese espacio del parque. La posibilidad de venta regulada es sólo para quienes pueden poner un restaurante o pequeños negocios de dulces y juguetes cerca del lago.

Algunos vendedores metieron en bolsas cerradas su mercancía a los cubos de basura. Otros simplemente la guardaron en su bolsa de mano y fingieron ser simples paseantes. La propia multitud los resguardaba de ser vistos pero eran cuidadosos por si a caso.

En esta ocasión la policía no hizo nada. Sólo dejó claro que está presente y vigilando. Finalmente los inmigrantes están en Casa de Campo desde hace cinco años porque fue el lugar que el ayuntamiento les asignó después de “correrlos” del Parque El Retiro, el más emblemático, turístico y céntrico de Madrid, a unos pasos de la Puerta de Alcalá.

Se alejaron los uniformados unos metros y la reunión retomó el camino de fiesta, de reencuentro con sus costumbres, su música, su comida. Están lejos de su país pero ahí dicen sentirse un poco más cerca. Ahí logran diferenciarse y, mientras el resto de la semana son ecuatorianos, los sábados y domingos son quiteños, guayaquileños, cuencanos o Kichwas. Transforman el espacio público, se apropian de él cada semana y lo regresan.

La fiesta terminó junto con la luz del día. Nos volvimos a subir a la panza del ciempiés y en quince minutos nos regresó a la realidad Madrileña, donde hay 400 mil migrantes de Ecuador que podrán tomar cada domingo un vagón que los lleve a su pasado identitario.