26.12.06

El sonido de La Flauta Mágica

Javier Arana

Mi amiga Ángeles me comenta que a ver si salimos por ahí, que me ve un poco ajado últimamente y que me va a llevar a hacer algo distinto. Mi caja pensante, al oír el término clave “salimos”, dibuja entonces algún local extravagante donde beber, ultrachic o seudotradicional irlandés, pero en definitiva acogedor de borracheras de ésas de rigor entre los estudiantes de la capital. Entre los que se supone debemos dar vida a Madrid, sí o sí, bautizando su noche con alcohol, a no ser que uno palpite por entregarse a la condena social de no ser joven, ni madrileño, ni universitario, ni nada de nada. Yo asiento sin demasiado entusiasmo, y entonces a ella se le oscurece la cara un segundo y pronuncia con un toque de misticismo: “Pues nos vamos a… La Flauta Mágica”. No resalta en mi memoria como un clásico en la juerga del fin de semana, así que me animo y me dejo secuestrar por unas horas. He ahí un movimiento hábil.

Para cuando salimos del metro Diego de León ya es de noche, pistoletazo de salida del “desfase”, y la calle Alcántara salta a la vista casi de inmediato. Ángeles tira de mí, con piernas no tan largas como las mías; no sé qué tendrá el sitio de urgente. En el número 49 aguarda la respuesta. Se esconde, tras unas cortinas blancas y madera rudimentaria, todo muy sugerente. Pienso que tiene un aire a taberna.

Empujamos y me sorprendo, aquello está más oscuro que la calle. No nos reciben más que unas tragaperras y el neón celeste de una barra, pegajosa, con sus cuatro bebedores. Y antes de saltar al comentario fácil, mi atención se desvía al fondo. La cavidad se ensancha en su profundidad y resurge con una luz tenue, casi espiritual. Mi amiga se ya halla a medio camino. No sé qué son, ¿velas? Voy descubriendo, a medida que me aproximo, que la cueva psicodélica se transforma. En efecto, velas e incienso suave, en una sala con mesas de piedra redondas y sillas bajas. Y un tímido altar con un piano, desierto, pero Aretha Franklin entona la calma desde algún lado. Me doy cuenta de que me rodea una multitud de tribus, de sanedrines circulares, de dos, tres, seis personas; hablando con parsimonia, al amparo de aquel refugio a salvo de la ciudad. Un Madrid joven y peculiar, que no sale en las estadísticas ni en los telediarios.

En plena digresión mental me interrumpe el camarero; me pregunto de dónde saldrá aquella figura cargada de cartas, que se estira para darme una palmada en el hombro. Mi amiga Ángeles ya ha encontrado mesa, junto al piano. Se ríe de mí mientras me siento. “Parece que has visto un fantasma”. Supongo que el efecto de la vela acaba de palidecer –aún más- mi cara tras las gafas. “Dios, ¿a dónde me has traído?”. No escucho su respuesta.

La gente a mi alrededor tiene mi edad y viste sin ceremonias, ríe y cuchichea. Inclinados hacia delante, parecen estar revelándose secretos ancestrales, a la lumbre de las pequeñas hogueras de cera. Un ambiente íntimo, un Madrid joven en la sombra. Vuelve a asistirnos el camarero, ahora a mi altura. Me rebaja el precio porque está claro que vengo por primera vez. Me pido un cóctel y me regala el extra del espectáculo. “¿Espectáculo?”, pregunto. “La cuentacuentos. Calculo que empezará en media hora”. Otro motivo para el desconcierto. “¡¿Qué nos van a leer cuentos?!”, inquiero a mi amiga en cuanto nos quedamos solos, con los ojos como platos. Ella me sonríe, como una más del lugar. Yo no sé qué decir.

Con los minutos me voy sumergiendo en la conversación. La verdad es que desconecto como en pocos lugares antes, en el corazón de un extraño santuario, narcótico sin sustancia ilegal; no se me ocurre preguntarme dónde andará el resto de mi pandilla a esas horas. La cueva se va llenando, del mismo tipo de juventud con entusiasmo sigiloso en la cara, de la misma complicidad general. ¿Se conocerán entre todos? De pronto una mujer de rizos negros se hace con la banqueta del piano, la traslada a un lado del altar y deposita sobre ella una carpeta. Al tiempo que un foco de luz intensa, rompiendo por primera vez la penumbra, construye todo un escenario con su estrella. La mujer tiene unos rasgos exagerados, no es muy agraciada. La tengo a tres metros. Permanece un instante quieta, mirando al techo, hasta que empieza a tronar en los altavoces “Cuéntame un Cuento”, de Celtas Cortos. Todo el mundo la mira, y yo miro a los que miran.

Tiene una voz envolvente y agradable, pero se tambalea un poco. Está algo nerviosa. “Bueno, este es mi estreno de temporada, después de unas largas vacaciones”. Los presentes la veneran con el semblante alzado, debe de ser una auténtica institución por aquellos fondos. Y la protagonista no se hace esperar más: augura, para comenzar, el primer relato de todos, el origen de los cuentos. “¿Os suena la historia de Sherezade?” Me sorprende la gracia con la que lo cuenta, muy histriónica, imitando el trote de los caballos, el gesto de los ilustres príncipes, los entresijos de las doncellas de palacio… cada detalle.

Los oyentes escuchan fascinados, viendo cada uno su infancia volver a pasar por delante de sus ojos. Su cara embobada me resulta muy curiosa, la cara de ese Madrid joven movido por un instinto tan primario, por una añoranza de arropamiento que parece no haber madurado. Al concluir el relato he perdido todo escepticismo, y me fundo en el aplauso como uno más. El siguiente es el de la princesa y el guisante, y ahora el público interviene. Cada vez que en el cuento aparecen las palabras “rey”, “reina”, “príncipe”, “princesa”, “tormenta”; la narradora repite la expresión de parodia correspondiente y el público entregado grita su contribución a la historia. “Y a su majestad se le antojó un terrenito, pero Gallardón, claro, erre que erre con lo de las recalificaciones y la pérdida de votos (porque no os creáis, que ya por entonces andaba planificando túneles)”.

Veo niños de veinte, incluso alguno de treinta y más, dejándose la voz y la respiración entre carcajadas, y yo con de ellos. Ahora viene uno de amor cortés, de un príncipe que queda atrapado en un pozo por su querida. Y todos con la ilusión a flor de piel, más expectantes que nunca antes de dormir, bajo el edredón en las noches de crudo invierno; un Madrid joven a la hipnosis de una cálida voz. No sé si toda aquella devoción se basará en un trauma, en algo anhelado y nunca vivido, o en la posibilidad de que nos guste que nos recuerden la época de nuestras vidas en la que desconocíamos la diferencia entre el bien y el mal. Pero allí me hallo yo, una inocente garganta más, y a saber por dónde paran mis amigos a esas horas.

La mujer cuentacuentos cierra, después de una hora de actuación, con un cuento moderno, uno de un punto que se enamora de una raya y en el que los personajes son figuras geométricas. “El pobre punto quería hacer con ella una intersección, ¡qué majo!”. Tras dejarse la piel –de las manos- en la despedida, los presentes vuelven a sumergirse en la oscuridad y el susurro de las conversaciones.

La caverna vuelve a su ambiente íntimo, y mi amiga Ángeles está emocionada. Quiere felicitar a la artista, que en esos momentos habla con la familia de un niño con deficiencia psíquica –el primer menor de edad que capto-. Yo acompaño a mi amiga, pues me pica la curiosidad por conocer a la líder de ese Madrid joven tan peculiar e inusual. Ángeles se lanza y, sin darme tiempo a decir mi nombre, la avasalla con adulaciones de todo tipo -se entiende que también en representación mía-. Ella se muestra agradecida, aunque en sus ojeras cansadísimas intuyo que no todo le debe ir como luce. En efecto. “Hay muy poco trabajo y, la verdad, de los sitios en los que actúo éste es el que más magia tiene. La gente me arropa, son encantadores…” -Aparta la mirada y se apaga su voz-. “Pero cada vez hay menos gente interesada en este tipo de espectáculo, tan… inofensivo”. Nos ofrece información sobre un curso que quiere dar y yo le doy mi correo electrónico. Para qué hacerle un feo.

Volvemos a nuestra mesa y me hace sonreír un último detalle. El camarero va dejando las facturas de cada uno en su mesa y, contra el impulso de la mano en dirección a la cartera, anuncia: “No, no, no os preocupéis. Cuando os vayáis lo dejáis en la barra, según salís”. Me llama la atención la confianza. Sobremanera. Me llevo con más de un “colega” y con más de dos que, ante semejante puerta abierta, no dudarían en cruzarla alardeando de la consecución de todo un “simpa” (sin pagar).

Salimos de nuevo a la calle Alcántara, de vuelta al Madrid de siempre. Con el eco a nuestras espaldas de una noche de viernes rarísima, que me ha encantado, no sé si por diferente o por surrealista. ¿A alguien más le sonaba un Madrid joven así? A ver si le suenan a alguno más la flauta y sus notas de magia. A mí me ha roto los esquemas.

2 Comments:

At 9:15 p. m., Anonymous Anónimo said...

¡Hola! Me ha gustado mucho tu crónica. Dan ganas de ir a ese sitio para conocer ese "Madrid joven y peculiar", como lo llamas tú.
Un saludo,
Sonia.

 
At 12:09 a. m., Blogger Dsole said...

Hola!
He llegado hasta aquí por casualidad, buscando a ver si hay alguna web de La flauta mágica para organizar allí un recital de poesía... no sabrás tú algo, verdad? :)
Por cierto, me ha gustado mucho este post. La verdad es que el sitio está genial. Un amigo cantautor solía tocar allí de vez en cuando y siempre me quedaban ganas de volver otro día a tomar algo simplemente y respirar de ese ambiente tan especial.
Un saludo!

 

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