26.12.06

Capotes entre Fogones

Carmen Garrido Ortiz

Es la primera plaza del mundo, con permiso de aquélla que guarda la solera y los grandes silencios, La Maestranza, y con la complacencia de una de las más antiguas, la que alberga los restos del maestro Antonio Ordóñez, la goyesca de Ronda. Es el coso donde confirmó su alternativa, allá por el 39, aquél al que llaman el “más grande”, Manuel Rodríguez, Manolete. Las Ventas ha sido cuna de figuras para la historia del Cossío. En su albero han dibujado verónicas y chicuelinas figuras como El Niño La Palma, Guerrita, Juan Belmonte, Dominguín, El Cordobés, Litri padre, Paco Camino, Paquirri, César Rincón, José Tomás, El Juli o Morante de la Puebla.

Y así, una tarde más de gloria vivió la madrileña plaza el pasado 29 de noviembre, cuando dos periodistas de raza, Pilar y Susana Carrizosa; dos toreros castizos, Víctor Puerto y Javier Vázquez y un primer espada de la cocina nacional, el cocinero Sergi Arola, presentaron el libro Toreros en la cocina, escrito a dos manos por las primeras. La cita: era en una sala con nombre de ganadería de lustre: Antonio Bienvenida. El presidente del festejo: Pedro Gómez Ballesteros, gerente de Asuntos Taurinos. La hora: las siete y media de la tarde. La tarea: narrar, a fuego lento, como diecisiete maestros del toreo habían demostrado ser capaces de cuajar espléndidas faenas entre fogones y pucheros, descubriendo, al mismo tiempo, sus secretos y aventuras culinarios.

El primero en hablar ante un público mayoritariamente madrileño, y como tal, exigente con el arte, fue el catalán Sergi Arola. El dos estrellas Michelín, defendió la sensibilidad innata que debe poseer un cocinero, reclamándola como una virtud también perteneciente a los hombres. Arola recordó al respetable que lo que más se debe agradecer a las madres de los ochenta, fue “que criaron a unos hijos que pudieron sacar a flote, sin dobles lecturas, su sensibilidad”, algo que “compartimos los cocineros con los toreros y el toro ya que en el encuentro entre el animal y el hombre hay mucha magia y una química muy especial”, remató el dueño de La Broche.

A la magia y al señorío apeló también la prologuista del libro, la Duquesa de Alba, que no pudo estar presente, pero cuyas palabras de apoyo transmitió Pilar Carrizosa. Recalcó la excelente disposición de los toreros para pasear su capote por cocinas de tronío como la del sevillano Hotel Occidental; la del madrileñísimo Westin Palace; el Asador Donostiarra de la capital o el valenciano Hotel Astoria. Tímidos al principio, como en el caso de Rivera Ordóñez o su primo Canales Rivera; envalentonados otros, como Dávila Miura; con una larga experiencia con el mandil, como el caso de Jaime Ostos, todos ellos eligieron las mejores viandas para elaborar unos platos fáciles y asequibles “para estas fechas navideñas”, como recalcó Susana Carrizosa.

Solomillos y pavos reales

En presencia de otros dos protagonistas del libro, los maestros Gómez Escorial y Óscar Higares, los toreros Víctor Puerto y Javier Vázquez fueron narrando las dificultades y las anécdotas de los menús que habían preparado para el libro. Así, Puerto había dispuesto una comida contundente e invernal: migas, solomillo al estilo Víctor Puerto y flor manchega de postre. La misma pasión con la que toreó en el año 96, en el que fue el triunfador de San Isidro, la puso el de Madrid para describir su hacer en la cocina.

En ella, explicó, “hay que estar al cien por cien, al igual que en la plaza”. A la pasión también apeló Javier Vázquez. “Pasión para aguantar algunas de las comidas que tomamos durante la temporada americana”. Así, de buena gana y en ese metro cuadrado de la cocina, tan distinto del temido de la plaza, Vázquez preparó unos platos sofisticados, para seducir “junto a un mantel de hilo y un cubierto de plata”. Como primer plato, pavo real con banderillas; de segundo, steak tartare y, para rematar la faena, un dulce limoncello. Todo ello acompañado de un buen rioja.

Tras las declaraciones de los maestros, Pedro Gómez puso fin a la rueda de prensa deseando un gran triunfo a las autoras del proyecto, un libro que, según Pilar Carrizosa, “ha llevado dos años de trabajo para poder compatibilizar las agendas de todos los toreros”. Dos años entre sardinas asadas y judías kenia (Litri hijo); paella valenciana (Vicente Barrera); tortilla de patatas y calabacín (Pepín Liria) o el clásico rabo de toro (Jaime Ostos). Al tiempo que cortaban, despiezaban, hervían o salpimentaban, los toreros hilaban secretos al calor de la cocina. Secretos que las autoras han guardado en un libro dispuesto para el triunfo, como las grandes tardes de San Isidro.

El sonido de La Flauta Mágica

Javier Arana

Mi amiga Ángeles me comenta que a ver si salimos por ahí, que me ve un poco ajado últimamente y que me va a llevar a hacer algo distinto. Mi caja pensante, al oír el término clave “salimos”, dibuja entonces algún local extravagante donde beber, ultrachic o seudotradicional irlandés, pero en definitiva acogedor de borracheras de ésas de rigor entre los estudiantes de la capital. Entre los que se supone debemos dar vida a Madrid, sí o sí, bautizando su noche con alcohol, a no ser que uno palpite por entregarse a la condena social de no ser joven, ni madrileño, ni universitario, ni nada de nada. Yo asiento sin demasiado entusiasmo, y entonces a ella se le oscurece la cara un segundo y pronuncia con un toque de misticismo: “Pues nos vamos a… La Flauta Mágica”. No resalta en mi memoria como un clásico en la juerga del fin de semana, así que me animo y me dejo secuestrar por unas horas. He ahí un movimiento hábil.

Para cuando salimos del metro Diego de León ya es de noche, pistoletazo de salida del “desfase”, y la calle Alcántara salta a la vista casi de inmediato. Ángeles tira de mí, con piernas no tan largas como las mías; no sé qué tendrá el sitio de urgente. En el número 49 aguarda la respuesta. Se esconde, tras unas cortinas blancas y madera rudimentaria, todo muy sugerente. Pienso que tiene un aire a taberna.

Empujamos y me sorprendo, aquello está más oscuro que la calle. No nos reciben más que unas tragaperras y el neón celeste de una barra, pegajosa, con sus cuatro bebedores. Y antes de saltar al comentario fácil, mi atención se desvía al fondo. La cavidad se ensancha en su profundidad y resurge con una luz tenue, casi espiritual. Mi amiga se ya halla a medio camino. No sé qué son, ¿velas? Voy descubriendo, a medida que me aproximo, que la cueva psicodélica se transforma. En efecto, velas e incienso suave, en una sala con mesas de piedra redondas y sillas bajas. Y un tímido altar con un piano, desierto, pero Aretha Franklin entona la calma desde algún lado. Me doy cuenta de que me rodea una multitud de tribus, de sanedrines circulares, de dos, tres, seis personas; hablando con parsimonia, al amparo de aquel refugio a salvo de la ciudad. Un Madrid joven y peculiar, que no sale en las estadísticas ni en los telediarios.

En plena digresión mental me interrumpe el camarero; me pregunto de dónde saldrá aquella figura cargada de cartas, que se estira para darme una palmada en el hombro. Mi amiga Ángeles ya ha encontrado mesa, junto al piano. Se ríe de mí mientras me siento. “Parece que has visto un fantasma”. Supongo que el efecto de la vela acaba de palidecer –aún más- mi cara tras las gafas. “Dios, ¿a dónde me has traído?”. No escucho su respuesta.

La gente a mi alrededor tiene mi edad y viste sin ceremonias, ríe y cuchichea. Inclinados hacia delante, parecen estar revelándose secretos ancestrales, a la lumbre de las pequeñas hogueras de cera. Un ambiente íntimo, un Madrid joven en la sombra. Vuelve a asistirnos el camarero, ahora a mi altura. Me rebaja el precio porque está claro que vengo por primera vez. Me pido un cóctel y me regala el extra del espectáculo. “¿Espectáculo?”, pregunto. “La cuentacuentos. Calculo que empezará en media hora”. Otro motivo para el desconcierto. “¡¿Qué nos van a leer cuentos?!”, inquiero a mi amiga en cuanto nos quedamos solos, con los ojos como platos. Ella me sonríe, como una más del lugar. Yo no sé qué decir.

Con los minutos me voy sumergiendo en la conversación. La verdad es que desconecto como en pocos lugares antes, en el corazón de un extraño santuario, narcótico sin sustancia ilegal; no se me ocurre preguntarme dónde andará el resto de mi pandilla a esas horas. La cueva se va llenando, del mismo tipo de juventud con entusiasmo sigiloso en la cara, de la misma complicidad general. ¿Se conocerán entre todos? De pronto una mujer de rizos negros se hace con la banqueta del piano, la traslada a un lado del altar y deposita sobre ella una carpeta. Al tiempo que un foco de luz intensa, rompiendo por primera vez la penumbra, construye todo un escenario con su estrella. La mujer tiene unos rasgos exagerados, no es muy agraciada. La tengo a tres metros. Permanece un instante quieta, mirando al techo, hasta que empieza a tronar en los altavoces “Cuéntame un Cuento”, de Celtas Cortos. Todo el mundo la mira, y yo miro a los que miran.

Tiene una voz envolvente y agradable, pero se tambalea un poco. Está algo nerviosa. “Bueno, este es mi estreno de temporada, después de unas largas vacaciones”. Los presentes la veneran con el semblante alzado, debe de ser una auténtica institución por aquellos fondos. Y la protagonista no se hace esperar más: augura, para comenzar, el primer relato de todos, el origen de los cuentos. “¿Os suena la historia de Sherezade?” Me sorprende la gracia con la que lo cuenta, muy histriónica, imitando el trote de los caballos, el gesto de los ilustres príncipes, los entresijos de las doncellas de palacio… cada detalle.

Los oyentes escuchan fascinados, viendo cada uno su infancia volver a pasar por delante de sus ojos. Su cara embobada me resulta muy curiosa, la cara de ese Madrid joven movido por un instinto tan primario, por una añoranza de arropamiento que parece no haber madurado. Al concluir el relato he perdido todo escepticismo, y me fundo en el aplauso como uno más. El siguiente es el de la princesa y el guisante, y ahora el público interviene. Cada vez que en el cuento aparecen las palabras “rey”, “reina”, “príncipe”, “princesa”, “tormenta”; la narradora repite la expresión de parodia correspondiente y el público entregado grita su contribución a la historia. “Y a su majestad se le antojó un terrenito, pero Gallardón, claro, erre que erre con lo de las recalificaciones y la pérdida de votos (porque no os creáis, que ya por entonces andaba planificando túneles)”.

Veo niños de veinte, incluso alguno de treinta y más, dejándose la voz y la respiración entre carcajadas, y yo con de ellos. Ahora viene uno de amor cortés, de un príncipe que queda atrapado en un pozo por su querida. Y todos con la ilusión a flor de piel, más expectantes que nunca antes de dormir, bajo el edredón en las noches de crudo invierno; un Madrid joven a la hipnosis de una cálida voz. No sé si toda aquella devoción se basará en un trauma, en algo anhelado y nunca vivido, o en la posibilidad de que nos guste que nos recuerden la época de nuestras vidas en la que desconocíamos la diferencia entre el bien y el mal. Pero allí me hallo yo, una inocente garganta más, y a saber por dónde paran mis amigos a esas horas.

La mujer cuentacuentos cierra, después de una hora de actuación, con un cuento moderno, uno de un punto que se enamora de una raya y en el que los personajes son figuras geométricas. “El pobre punto quería hacer con ella una intersección, ¡qué majo!”. Tras dejarse la piel –de las manos- en la despedida, los presentes vuelven a sumergirse en la oscuridad y el susurro de las conversaciones.

La caverna vuelve a su ambiente íntimo, y mi amiga Ángeles está emocionada. Quiere felicitar a la artista, que en esos momentos habla con la familia de un niño con deficiencia psíquica –el primer menor de edad que capto-. Yo acompaño a mi amiga, pues me pica la curiosidad por conocer a la líder de ese Madrid joven tan peculiar e inusual. Ángeles se lanza y, sin darme tiempo a decir mi nombre, la avasalla con adulaciones de todo tipo -se entiende que también en representación mía-. Ella se muestra agradecida, aunque en sus ojeras cansadísimas intuyo que no todo le debe ir como luce. En efecto. “Hay muy poco trabajo y, la verdad, de los sitios en los que actúo éste es el que más magia tiene. La gente me arropa, son encantadores…” -Aparta la mirada y se apaga su voz-. “Pero cada vez hay menos gente interesada en este tipo de espectáculo, tan… inofensivo”. Nos ofrece información sobre un curso que quiere dar y yo le doy mi correo electrónico. Para qué hacerle un feo.

Volvemos a nuestra mesa y me hace sonreír un último detalle. El camarero va dejando las facturas de cada uno en su mesa y, contra el impulso de la mano en dirección a la cartera, anuncia: “No, no, no os preocupéis. Cuando os vayáis lo dejáis en la barra, según salís”. Me llama la atención la confianza. Sobremanera. Me llevo con más de un “colega” y con más de dos que, ante semejante puerta abierta, no dudarían en cruzarla alardeando de la consecución de todo un “simpa” (sin pagar).

Salimos de nuevo a la calle Alcántara, de vuelta al Madrid de siempre. Con el eco a nuestras espaldas de una noche de viernes rarísima, que me ha encantado, no sé si por diferente o por surrealista. ¿A alguien más le sonaba un Madrid joven así? A ver si le suenan a alguno más la flauta y sus notas de magia. A mí me ha roto los esquemas.

De Madrid a Quito en quince minutos

Alicia Calderón

No hice maletas, tampoco tomé un avión y menos pagué 1.300 euros por cruzar el atlántico, pero en quince minutos viajé de España a Ecuador. Viajé en metro.

Me metí a la estación Tribunal. Línea diez. Subí al carro. Era de los nuevos que no tienen puerta entre vagón y vagón. Son los que más me gustan porque dan la sensación de estar en la panza de un ciempiés. Puedo ver de la cabeza a la cola a quiénes nos come.

Plaza de España. Príncipe Pío. El gusano comenzó a alimentarse casi sólo de gente con piel tostada y baja estatura. Parecía que las señoras con fistol dorado en el abrigo o los jóvenes con sus inseparables Ipod no estaban este domingo en su menú.

Subían mujeres de cabellos largos y oscuros. Señoras con bolsas de plástico grueso que dejaban escapar pequeñas corrientes de olor a carne de cerdo. Señores que cargaban mesas y sillas plegadizas. Hombres con los ojos semi escondidos debajo de una gorra Nike o gafas en la cabeza. Unos subían solos, otros bien abrazados. Entraban familias con carriolas que no sólo cargaban bebés sino refrescos tamaño mega o litronas de Mahou.

En ese momento me di cuenta que, aunque no crucé el atlántico, algo había pasado que me hacía sentir fuera de Madrid. Lo entendí cuando llegué a la estación Lago.

Calculo que ahí bajamos 80 por ciento de los viajeros. Yo iba en busca del encuentro que sabía que cada domingo tenían los inmigrantes ecuatorianos en el Parque Casa de Campo. No tuve que preguntar nada. La multitud me llevó al lugar.

De las 1.800 hectáreas que tiene esta zona verde, la más grande de Madrid, no más de una era utilizada por los cientos de ecuatorianos que había. Tal vez llegaban a mil. Estaban cerca de la boca del metro y del lago, pero no lo suficiente como para mezclarse con los europeos que van al restaurante El Colonial de Mónico y pagan 90 euros por un menú.

El ambiente era como de kermés. Entré al ombligo de la multitud guiada por el olor, no distinguía de qué, pero me di cuenta que la comida estaba ahí. Había como diez vendedoras con su fuego improvisado, una bolsa cangurera a la cintura y atendiendo a filas de gente. En un plato desechable que terminaba a punto de desbordarse servían patata molida, cebolla, tomate, lechuga y, como principal, carne desmenuzada de cerdo.

- ¿Qué es eso? -pregunté a uno de los ayudantes de las cocineras.

- ¡¿Qué no conoces?! -me respondió–. ¿De dónde eres? ¿De Colombia?

- No. Soy mexicana -le dije y me quedé mirando la cazuela. La carne estaba ahogada en aceite y el olor parecía estar impregnando mi ropa porque había tanta gente amontonada que no tenía por dónde más salir.

- Aquí casi no vienen de otros lados, como que no les gusta, al menos que sean Bolivianos o Peruanos -me dijo Rey, el ayudante de vendedora-. Es hornado, lo comemos mucho en el Ecuador, es bien típico de donde nosotros somos.

Él es uno de los inmigrantes que llegó hace cinco años a Madrid y que ya es “oficialmente” residente. Me contó que en Salinas, la ciudad donde nació hace 52 años, ganaba 300 dólares al mes y con eso se las tenía que arreglar para mantener a su esposa y dos hijos. Ahora, con distintos trabajos, gana 900 euros mensuales. Su esposa está con él, pero sus hijos siguen en Ecuador.

Además de la carne de puerco, en el parque vendían Tropical, un refresco que se consume en Ecuador; mangos, plátano frito, elote o choclo salado, dulces y joyas de oro. En un momento me pareció que la comida era el motor del encuentro, pero no. Había muchas cosas más.

Miré para otro lado y me encontré con cinco tendidos de cd´s y dvd´s. Por el ruido parecía guerra de bandas, pero en realidad era guerra de vendedor a vendedor para ver quién atraía más clientes.

Los cantantes en las portadas eran poco comunes en España, con seguridad muy comunes en Quito: Los Reyes del Despecho, Ángel García, Joan Sebastian o “Para mi Ecuador del Alma: sólo para migrantes”. Los ritmos, igual: bachata, boleros y vallenato.

La música también estaba en voz viva. Sentados en improvisados asientos o parados formando un círculo, un grupo de bohemios tocaba la guitarra y rolaba el micrófono para quien quisiera tomarlo.

La regla no explícita era que la selección musical fuera para recordar lo que dejaron atrás, canciones casi para llorar de tristeza o gritar de alegría. A algunos no les costaba trabajo porque las cervezas que traían ya habían aflojado los sentimientos. Esta es la parte de la reunión con más presencia masculina, con visitantes transexuales que se prostituyen en el lugar, con pocos niños y con venta discreta de alcohol.

El encuentro de los inmigrantes se ubicaba alrededor de una cancha de fútbol sin pasto, sin líneas dibujadas y sin redes en las porterías. Ese día no había partidos formales pero algunos que vestían la camiseta de la selección ecuatoriana sí cascareaban la pelota.

En una de las orillas de la cancha, a la sombra de un árbol, estaba Carlos, un hombre afeminado de 35 años, estatura baja, pelo rizado y piel morena. Llegó a Madrid hace casi cinco años y vive con su hermana, cuñado y dos sobrinos. Ella estaba aquí primero y lo impulsó a migrar. La ciudad no le gusta, prefiere Quito, pero no se queja porque aquí le va mejor. En Ecuador terminó el quinto año de primaria y estaba dedicado a la peluquería. Ganaba 200 dólares mensuales que compartía con sus padres para mantener la casa donde vivía con ellos. En Madrid trabaja en una estética y por cinco días a la semana le pagan 600 euros mensuales. Vivir aquí es más caro pero aun así le alcanza para enviar dinero a su país.

Carlos era uno de los peluqueros que esperaban sentados en bancos plegables a que lleguen clientes que por cinco euros se van con nuevo look de Casa de Campo. La posición de este grupo estaba enmarcada por cabellos castaños que todavía no barrían y que hacían contraste con el color de la tierra seca de fin de verano.

Al ver que no tenía cliente me acerqué a él para platicar. Me aceptó y me senté en el piso, a su lado. Aunque respondía con detalle mis preguntas, casi no me miraba. Después entendí por qué.

Me dijo que para él las reuniones de cada fin de semana en el parque no sólo representan 400 euros más al mes de ingresos, sino la posibilidad de hacer amigos de su propio país y enterarse de lo que pasa en Quito.

- Aquí llegan y platican lo que hacen con el dinero que mandamos -me contó–. Dicen que Quito ya está más moderno, que tiene centros comerciales y teleférico.

Dijo que también es un lugar para hablar o quejarse de lo que les pasa en el resto de la semana, de sus enfrentamientos o buenos encuentros con los españoles, con sus patrones, con sus vecinos.

-Se quejan porque quejarse es una forma de desahogo -me comentó-. Desahogo por el racismo, por los insultos, por la policía que debería ser más tolerante con los inmigrantes, pues los policías son del gobierno y sin embargo son unos déspotas.

Narró que en una ocasión los policías “arrastraron de los pelos” a una vendedora por no permitir que le quitaran su mercancía. Cuando salió el tema de la autoridad en la conversación entendí por qué Carlos no me miraba. Estaba al pendiente de que no llegaran los policías porque si lo ven trabajando le quitan sus herramientas para cortar el cabello; tijeras, navajas, peines.

En ese momento se acercaron cuatro policías con sus uniformes azules y verde fluorescente. Los vendedores empezaron a chiflar en clave para avisar a todos que tienen que recoger sus cosas antes de que les sea decomisada. La venta está prohibida en ese espacio del parque. La posibilidad de venta regulada es sólo para quienes pueden poner un restaurante o pequeños negocios de dulces y juguetes cerca del lago.

Algunos vendedores metieron en bolsas cerradas su mercancía a los cubos de basura. Otros simplemente la guardaron en su bolsa de mano y fingieron ser simples paseantes. La propia multitud los resguardaba de ser vistos pero eran cuidadosos por si a caso.

En esta ocasión la policía no hizo nada. Sólo dejó claro que está presente y vigilando. Finalmente los inmigrantes están en Casa de Campo desde hace cinco años porque fue el lugar que el ayuntamiento les asignó después de “correrlos” del Parque El Retiro, el más emblemático, turístico y céntrico de Madrid, a unos pasos de la Puerta de Alcalá.

Se alejaron los uniformados unos metros y la reunión retomó el camino de fiesta, de reencuentro con sus costumbres, su música, su comida. Están lejos de su país pero ahí dicen sentirse un poco más cerca. Ahí logran diferenciarse y, mientras el resto de la semana son ecuatorianos, los sábados y domingos son quiteños, guayaquileños, cuencanos o Kichwas. Transforman el espacio público, se apropian de él cada semana y lo regresan.

La fiesta terminó junto con la luz del día. Nos volvimos a subir a la panza del ciempiés y en quince minutos nos regresó a la realidad Madrileña, donde hay 400 mil migrantes de Ecuador que podrán tomar cada domingo un vagón que los lleve a su pasado identitario.

5.12.06

Cuatro horas, diez euros y Alejandro Sanz. Crónica de un día en Telecinco

Sofía Blázquez Ramírez

¿Quieres ser millonario? ¿La ruleta de la fortuna? ¡Consiga veinte euros! Estas palabras fueron las primeras que escuché tras marcar el número de la agencia que contrata gente para que acuda de público a los programas de televisión. Supe que existían cuando, en la cafetería de Ciencias de la Información, alguien me comentó que hace unos meses se había dedicado a ir a programas de televisión para ganar dinero. La idea se me antojó divertida e insólita. A mis dieciocho años, había descubierto una faceta nueva en mí: quería ser público.

Enseguida anoté el número y no tardé en llamar. El primer programa al que quería asistir era “Caiga Quien Caiga”. Desconocía si era difícil conseguir una cita para ir el mismo día en el que se grababa. Al instante una operadora encantadora respondió a mis dudas. Me pidió mis datos personales, es decir, mi nombre, apellidos, DNI, número de teléfono...e insistió en que asistiera a los dos programas anteriores que pagaban mejor. El problema era que su horario no estaba dentro de mis posibilidades y el de CQC sí.

De un momento a otro había organizado mi tarde del viernes. A las 16:30 debía estar en Plaza Elíptica, lugar desde donde nos recogería un autobús para llevarnos a los estudios de Telecinco. Momentos antes de salir camino a mi destino, me surgieron algunas preguntas: ¿qué debía ponerme? ¿el público asistente necesitaría llevar algún tipo de vestimenta específica? Ante la duda opté por algo sobrio y arreglado, unos pantalones grises con raya diplomática, una camisa negra de raso con corbata y unos elegantes tacones negros. Ya estaba lista para empezar a descubrir aquel mundo que hay detrás de las cámaras.

A las 16:30 llegué al lugar indicado donde debía esperar el autobús junto con una veintena de personas. Era curioso descubrir que en realidad hay gente que sí se dedica a esto. Dentro de estas personas podía distinguir distintas clases: inmigrantes, jubilados, amas de casa, aficionados, fanáticos, minusválidos, parados…Todos ellos tienen algo en común, una gran cantidad de tiempo libre y un afán por ganar un dinero fácil y rápido que no exige ningún tipo de conocimiento ni preparación. El autobús llegó media hora después y los allí congregados comenzamos a subir. Previamente teníamos que mostrar nuestro DNI, acreditando así que éramos la persona que había solicitado la cita. Una vez dentro se respiraba un clima de cansancio. Pude escuchar algunas conversaciones en las que comentaban cómo había sido su mañana en la “Ruleta de la fortuna” y como después de “Caiga Quien Caiga” irían a “Dónde estas corazón”.

Llegamos a los estudios sobre las seis de la tarde y el programa no comenzaba hasta las siete, por lo que tuvimos que esperar en la puerta hasta que llegó un guardia, quien con lista en mano fue nombrándonos y comprobando el carné de identidad. Como nuestro autobús fue uno de los primeros, tuvimos el “privilegio” de entrar a una pequeña sala de espera. Mientras esperaba me dediqué a observar a la gente. Aclaré una de mis dudas anteriores: no hacía falta vestir bien para ir a un programa de televisión. Había quien lucía chándal y deportivas lo que me convertía en una extraña a ojos de todos. En mi debut, mis acompañantes ya se conocían, incluso alguno portaba un cuaderno lleno de páginas con pegatinas de distintos programas.

Salí de ese pequeño invernadero, para dar una vuelta por los estudios de televisión. Telecinco no me mostró aquello que había imaginado. Dentro de su complejo de edificios también reinaban las obras propias del Madrid actual. Además todo estaba desordenado, lleno de cajas mal tapadas con un plástico que intentaba protegerlas de las intensas lluvias recientes.

De repente apareció un regidor que venía a paliar nuestra impaciencia y a instruirnos de cuándo y cómo teníamos que reírnos o aplaudir. Sin embargo, la gente no escuchaba sus explicaciones, las conocía demasiado bien. Una amable señora, ama de casa de unos cincuenta años con gran afán de protagonismo, me dijo: “Hoy éste es mi segundo programa, después voy a otro. Esta semana ya llevo unos diez”. Intentó eludir mi pregunta de cuánto aproximadamente podía ganar en un mes, pero ante mi insistencia respondió que unos cuatrocientos euros. Acto seguido apareció un espontáneo, minusválido parcialmente y en paro, que me reveló: “Yo este mes llevó unos trescientos euros y eso que sólo estamos a día diez”.

Pronto se animó la conversación y un grupo de personas se congregó alrededor de mí. Todos coincidían en que es un trabajo muy mal pagado para la cantidad de horas que requiere, aunque como me confesó una señora: “Ganamos tan poco dinero porque gran parte se pierde entre las agencias y las productoras de televisión”. Asimismo, la opinión general era: “No se puede vivir de esto, pero sí ganar un suplemento extra muy beneficioso para gastos y caprichos”. Un emigrante hispano me dijo que él sólo se dedicaría a esto hasta que encontrará un trabajo mejor. Llegó la hora de entrar en el estudio.

Me resultó más pequeño de lo que me había parecido en televisión, sobre todo porque en vez de asientos había cojines en el suelo y al fondo taburetes. A la gente mayor la colocaban al fondo en los taburetes. El programa está destinado a un público joven y no queda bien que se vean ante las cámaras, pero sí son necesarios sus aplausos y sus risas, además de llenar el plató. Aunque este día había más personas de lo habitual porque el invitado era Alejandro Sanz.

En el momento preciso comenzó a sonar la sintonía y con ella los aplausos y las risas del público experto que conocía su función. Pronto salieron los presentadores Manel Fuentes, Arturo Valls y Juan Ramón Bonet. La grabación del programa consiste en una serie de entradillas que dan paso a unos vídeos. Esto hace que sea más entretenido verlo desde la pantalla del televisor que en directo. Aunque descubrir el “making off” merece la pena. Apenas hubo que grabar dos tomas de nuevo. La llegada de Alejandro Sanz provocó los gritos de sus fans, quienes para su descontento tuvieron que conformarse con verle un solo instante, tras las gafas negras. Como llegó se marchó, para sorpresa del propio presentador quien fuera de cámara preguntó atónito: “¿Dónde está Alejandro? ¿Cómo es que se ha ido? ¿Pero no va a volver para promocionar su disco?”

Todo terminó como estaba previsto, a las ocho y media. Los presentadores se quedaron para atender a sus admiradoras. Pero no había tiempo que perder, el autobús salía rápido y no esperaba. Dentro del autobús ya se notaba el cansancio del día y algunas quejas. Aún así había quien continuaría su ruta hasta altas horas de la madrugada, el próximo destino: “Dónde estás corazón”. Nos entregaron un papel donde teníamos que rellenar nuestros datos, pura formalidad para darnos diez euros. Una tarde, cuatro horas de trabajo y diez euros. Desde luego no estaba bien pagado. ¿Quién quiere ser millonario?

Quisieron salvarla del coma y sus amigos le provocaron una hipotermia

Sofía Blázquez Ramírez

Alrededor de una ambulancia se congrega una veintena de adolescentes, un viernes, en un parque cualquiera plagado de plásticos diversos, colillas, hielos medio desechos y botellas vacías que inundan el suelo, donde rara vez circula algún coche de policía. Ven golpear el rostro de una joven. Un golpe, otro golpe, ¡no reacciona!, sólo se escucha el sonido del látex al chocar contra su cara y el alboroto de fondo de la multitud cercana, alrededor de unas cien personas que continúan su fiesta particular, sin importarles el coma etílico de la joven.

En el interior de la ambulancia, reacciona la chica de 17 años. Al día siguiente tan sólo siente un fuerte dolor de cabeza y unas náuseas acompañadas de vómitos que le durarán toda la semana. Le interrogo. Me cuenta que era un frío dieciséis de diciembre, en el que como cada viernes ella y sus amigos, al igual que otros 200.000 jóvenes madrileños, según datos de la Comunidad de Madrid, se reúne para beber en la calle, lo que se conoce como botellón. Este hábito social invade nuestra sociedad desde los años 80, pero parece haberse convertido en el signo de identidad de la juventud actual. El motivo de hoy era la celebración de dos cumpleaños y el comienzo de las vacaciones de Navidad. María me explica: “Ese día me sentía desolada, triste y confusa. ¡Todo me salía mal! Deseaba sentir esa experiencia que me habían descrito, ese sentimiento de plena desinhibición y libertad total”.

Estas declaraciones apoyan estudios sociológicos como los de Gonzalo Cabello, psicólogo clínico, quien afirma: “Vivimos en la sociedad de la comunicación, pero no se habla, es una sociedad muy agresiva donde prima el individualismo” o como los de Norma Ferro, psiquiatra que mantiene que: “Hay una falta de profundización, se tiende a ver sólo la superficie. Se ha cambiado el valor de uso por el valor de cambio. Existe un predominio de la imagen, ya no hay lugar para la palabra”.

Sus amigos le dijeron que empezó a devolver y que poco a poco fue perdiendo sus capacidades motrices hasta que llegó un punto en el que ni si quiera era capaz de deglutir y tragarse la saliva. Sólo cuando vieron que, tras haberle echado una botella de agua, no reaccionaba y cada vez iba a peor, decidieron llamar a los servicios de urgencias transcurrida hora y media. Cuando estos llegaron, María estaba a punto de entrar en la fase de coma profundo y debido a las fechas de las que estamos hablando y a la cantidad de agua que le derramaron, padecía una hipotermia que paradójicamente estuvo a punto de acabar con su vida. En España cada año mueren unas 12.000 personas a causa de enfermedades o accidentes provocados por el alcohol, según el Plan Nacional sobre Drogas (PND), mientras que las muertes por otras drogas suman unas 300, datos del PND. Esta última cifra es relevante, ya que en el botellón el alcohol no es el único protagonista. Suele ir acompañado por el consumo de tabaco y cannabis.

María asegura que “deseaba demostrar ser alguien que realmente no soy, creía que por beber más, todos pensarían que soy más divertida y popular, pero lo que realmente no sabía es que iba a ser la misma de siempre, aunque más torpe e inconsciente”. María me confiesa que ni siquiera recuerda habérselo pasado bien, pues es cierto que al principio todo eran risas y despreocupaciones, pero lo último que le viene a la memoria es haberse tumbado en el suelo mareada. De lo que pasó después sólo tiene el recuerdo de lo que sus amigos le han querido contar y pequeñas imágenes sueltas sacadas de contexto.

Cuando le pregunté a María sobre la “Ley Antibotellón” me afirmó: “Esa ley es una estupidez, no va a impedir que la juventud siga bebiendo cada fin de semana en lugares públicos”. Asimismo, grandes especialistas y sociólogos tampoco se ponen de acuerdo para encontrar una solución útil a esta reciente costumbre social. Entre las distintas soluciones planteadas están: la creación de sitios habilitados para beber como en Granada, la ampliación de un mayor número de centros de ocio como alternativa o la reducción en el precio de las copas. Cada fin de semana, ya sea por un motivo u otro, unos 40 jóvenes deben ser intervenidos por el SAMUR en Madrid, según datos del Servicio de Urgencias. En la mayoría de los casos sobreviven, como María. En el interior de esa ambulancia esta chica volvió a nacer.