31.10.06

Una fiesta literaria de 20.000 euros en el Ritz

Julián de Antonio de Pedro

En el Ritz, sueño real de Alfonso XIII, se presentaron, el pasado día 26, las obras ganadoras del concurso “Ciudad de Torrevieja”. Al hotel lo encontré desconocido, y eso que desde que se inauguró en 1910 se siguen sirviendo en su majestuoso lobby los mismos tés: el Earl Grey del Himalaya, el Darjeeling indio o el Lapsang Suchong, entre otros. Se servían a las siete y media de la tarde, a la hora que estaba prevista la presentación de las novelas en el Salón Real. Los 360.000 euros para el primer lugar se los llevó “El Candidato”, de Jorge Bucay; y los 125.000 del finalista, recayó en “Querido Caín”, de Ignacio García Valiño.

Para llegar al salón Real tuve que atravesar el lobby del Ritz, tan repleto de gente extranjera como Bravo Murillo en fines de semana. Era la hora del té, de un té tarifado en 22 euros; claro que el té del Ritz no es un té corriente, es un té que, por la hora, bien podía pasar por una suculenta merienda o por una buena cena. A lo que iba, al salón Real. Conseguí llegar a él esquivando comensales, preocupado porque ya eran las siete y media pasadas; pero el acto no empezó hasta casi las ocho, así que pude entretenerme observando las excelencias del salón Real, el más grande del Ritz, más grande que los majestuosos Felipe IV y Alfonso XIII, más que el Goya, tan grande como los tres juntos: 300 personas entrarían en él.

“Muy logrado”, pensé observando los cortinajes isabelinos, los ventanales amansardados, el gran espejo que lo presidía, su luminosa araña central, los miles de relucientes cristales colgando de la bóveda celestial. “Es falsa”, me dije refiriéndome a la bóveda, “Pero cumple su objetivo: comunicar grandeza o fastuosidad a los actos que se realicen bajo ella”.

El salón Real del Ritz se fue llenando de gente hasta rebosar; los micrófonos y las videocámaras que iban a dejar constancia del acto, tenían dificultades para moverse; allá donde miraran sus objetivos un mar de cabezas luminosas respondían expectantes.

Y empezó el acto. Tomó la palabra Pedro Hernández Mateo, alcalde del ayuntamiento de Torrevieja, un municipio saleroso que hace cuarenta años tenía nueve mil habitantes y hoy noventa mil, que se transforman en mas de quinientos mil en época veraniega.

Cinco minutos escasos estuvo en el uso de la palabra Hernández Mateo, suficientes para dejar constancia del éxito obtenido por la quinta edición de su concurso que ha alcanzado la cifra de 418 manuscritos. El Alcalde de Torrevieja, en el marco incomparable del Ritz madrileño (digo madrileño para distinguirle del Ritz parisino o londinense a los que emuló) dejó bien claro que “El Candidato” y “Querido Caín”, darían qué hablar y profetizó su buena acogida por parte del público. Lo ratificó a continuación el representante de la editorial Plaza & Janés Grijalbo, invirtiendo en ello menos tiempo que el alcalde.

Ignacio García Valiño (finalista del Nadal en el 98 y Premio José María de Pereda en el 95), 38 años, psicólogo, zaragozano, autor de un libro de cuentos y varias novelas, elogió la competencia de los editores que en menos de un mes habían hecho posible lo que para muchos escritores es un sueño. Habló a continuación de “Querido Caín”; lo hizo con una intervención breve (unos diez minutos), pero concisa, tan concisa que si la reprodujera aquí su “Querido Caín” resultaría destripado.

No cayó en la misma trampa Jorge Bucay (escritor argentino del que se dice que más de una docena de libros suyos se han traducido a veinte idiomas y le han convertido en un best-seller en muchos países del mundo), 59 años, siquiatra. Prácticamente se limitó en su intervención a hacer un chiste: dijo que “El Candidato” era, sin ningún genero de dudas, su mejor novela, porque era “su primera y única novela”, aclaró despidiéndose con un tópico: “lo bueno si breve dos veces bueno”.

No eran las ocho y media cuando se dio por concluido el acto de presentación de las dos obras literarias, que no del evento: a continuación se invitó a los asistentes a un cóctel en la misma sala.

Libre de sillas, pude apreciar que el pavimento del salón estaba como renovado, esplendido: pisábamos todos un magnífico entarimado de madera noble, con incrustaciones de marquetería, que realzaba aún más, si más es posible, la grandeza del evento.

El cóctel estuvo muy bien, magnífico: entre tintos de crianza con denominación de origen riojana, blancos de Somontano, virutas de jamón y de lomo, chipirones encebollados, atún marinado, tortilla española y otras delicias, Pedro Hernández Mateo, fue sin duda un excelente embajador de una tierra salerosa, la de Torrevieja, que según sus palabras aspira a ser “Ciudad turística por Excelencia”.

Al salir del Ritz oí que alguien se lamentaba diciendo que había calculado mal, que sus dieciocho euros no llegaban ni para comprar una de las novelas; al parecer había intentado pagar los cuarenta euros que valían las dos con su tarjeta Visa, pero le dijeron que sólo admitían pago al contado.

“Cosa extraña en el Ritz”, me dije consciente de que los cincuenta euros por persona del cóctel y los dos mil cien del local, que acercan la cifra del agasajo a los 20.000 euros, IVA incluido, no se los habrían exigido al contado a Plaza & Janés Grijalbo ni, en su caso, al Ayuntamiento de Torrevieja.

El ocaso de los pastores

Samuel Mayo

Como cada mañana, Manolo desayuna un variado menú de ternera, sardinas y torreznos. Su casa, construida sobre un establo, mantiene el calor y la tenue luz del fuego de leña. El salón es pequeño y las moscas buscan un lugar entre los desperdicios.

Al dar las once, carga al hombro su abrigo de lana y en la mano una vieja cachaba. “El cabrero”, como es conocido entre sus vecinos, camina con pasos sonámbulos siguiendo la misma ruta desde hace años. Abre el redil de las más de doscientas cabras y comienza una larga travesía, “con las abarcas desiertas”, como diría el poeta levantino Miguel Hernández.

Lo acompañan dos mastines y el perenne campanilleo de los cencerros. Acostumbrado a la soledad, apenas habla y cuando lo hace, parece reflexionar. Piensa, por ejemplo, que Dios no existe porque si fuera así, “no sería tan pobre”. Arranca una rama y la apoya en sus labios: “¿no crees?”, pregunta indiferente.

Manolo forma parte de los 45 pastores que trabajan a lo largo del Valle de Lozoya en Madrid. El número se ha reducido a la mitad en los últimos diez años, según datos de la Consejería de Agricultura y Ganadería, ente que controla la industria primaria en varios distritos del norte de la comunidad. Desde 1995, hay dos mil cabezas menos de ganado ovino y caprino.

“¡Quién desea permanecer aquí!”, exclama Manolo mientras levanta su mano y señala al horizonte. Y el horizonte es una fotografía de montañas, silencio y un intenso olor a humedad.

Una vida esclava

Una de las principales causas de este descenso es la “vida esclava” a la que están sometidos los pastores, explica Manolo. “No es tanto el esfuerzo sino las horas que uno debe pasar consigo mismo”, llegando incluso a “aborrecerse”.

Tiene 61 años y desde los doce ha crecido siguiendo las sombras del ganado. Inicia la jornada a las seis de la mañana para ordeñar las cabras y termina a las doce de la noche, cuando se apagan las últimas voces del televisor. Tan sólo descansa cuatro días al mes y los suele consumir en el bar.

En primavera y verano recorre los terrenos de la Dehesa, una basta finca sembrada de robles y fresnos cuya hoja constituye el principal alimento del ganado. En invierno, se traslada del valle a la montaña en busca de tomillo y retamas. Ningún día, “llueva o hiele”, regresa a casa antes del anochecer.

No muy lejos de San Mamés, lugar donde reside Manolo, se encuentra Braojos, otro pequeño y hermoso pueblo sembrado en la montaña. José pasa allí su vejez y ya no quiere hablar de ese pasado “bailando ovejas”, como se refiere no sin lírica al trabajo que ejerció durante toda una vida.

Desconfía del foráneo y su sobrenombre, “el pajarito”, define a la perfección su complexión menuda y ese gesto huidizo que se pierde por las calles soñolientas de Braojos. Tan sólo unas palabras delatan lo que siente: “Qué me van a decir a mi, sólo yo sé lo que es pasar varias noches durmiendo en la tierra y calado hasta los huesos”.

María Jesús Aguilar, delegada comarcal de la Consejería, comenta que muchos de estos pastores, entre los que se incluyen Manolo y hasta hace poco José, no son dueños del ganado y sus sueldos escasos (entre 400 y 500 euros mensuales) para el esfuerzo que realizan. A partir de aquí, “los jóvenes no quieren saber nada”, comenta, “aquellos que tienen fincas y pueden dedicarse a la ganadería extensiva, prefieren comprar vacas porque nadie tiene que cuidarlas”.

De las aproximadamente ocho mil ovejas y cabras que aparecen registradas en esta delegación de la sierra norte, unas tres cuartas partes están en manos de Sociedades Agrarias de Transformación (S.A.T.) y grandes empresas. El resto, la mayoría, lo componen pequeños ganaderos con rebaños de no más de 100 reses.

La nueva normativa de ayudas europeas puesta en vigor este mismo año, ofrece dinero a los propietarios por cada animal del que se desprendan. “Se trata de desvincular las subvenciones de la producción”, afirma Maria Antonia Aguilar. Sin embargo, es una forma de favorecer a la empresa más grande, ya que los pequeños se ven tentados a deshacerse del poco ganado que poseen.

Progresivo envejecimiento

Cristina tenía 26 años cuando decidió trasladarse con varios compañeros a Puebla de la Sierra y vivir de la ganadería. Hoy tiene 32 y se muestra jovial cuando habla de la decisión que tomaron. “Sabemos que es difícil vivir de esto y es muy lento el negocio, la ganadería no está de moda que digamos, pero nos va bien”.

Ella y sus compañeros poseen diferentes titulaciones y la afición común por el campo. En 1992, las comunidades autónomas concedieron unos “derechos” para administrar los fondos de la Unión Europea, ayuda básica en la renta de todos los ganaderos. Hasta el 2005 se pagaba 21 euros al año por derecho de oveja, 28 si se encontraba en zonas desfavorecidas.

En todos esos años se ha ido creando una reserva nacional por los derechos que han vendido diferentes ganaderos. Se creó así un pequeño reclamo para el joven empresario que deseaba invertir dinero y tiempo en el sector.

“El caso de Cristina es muy particular”, señala la delegada de agricultura y ganadería. “La realidad es que hay un progresivo envejecimiento de la población en las zonas rurales”. Aunque no por origen, Manolo pertenece a ese 50% de pastores de la zona mediterránea cuya edad supera el medio siglo de vida y ese otro 41% que aún permanecen solteros, según datos del Ministerio del Medio Ambiente.

El relevo generacional se dificulta y los pocos jóvenes que heredan la tradición se enfrentan a un decisivo pulso psicológico: pasar una vida en el campo o adaptarse a una civilización cada vez más cosmopolita.

Las cañadas, olvidadas

Cada año, La Castellana, antigua cañada y hoy una de las principales avenidas de la capital, se viste de blanco por un día. Decenas de ovejas ocupan el asfalto de la ciudad en su trayecto hacia el Parque Natural de Monfragüe, en Extremadura.

Era una imagen repetida en el pasado. Todavía hoy, algunos pastores se trasladan cada año varios kilómetros durante cuatro o cinco jornadas. El rebaño pasa así el invierno en el valle y en la montaña los meses de verano, cuando escasea el pasto.

“Dormía al aire libre”, recuerda José en una de sus pocas sentencias, “he caminado por todas estas montañas pasando muchos días fuera de casa”. Hoy se utilizan trenes y camiones para el traslado pero con costes muy altos y los más de 100.000 kilómetros de vías pecuarias que antaño atravesaban el país de norte a sur, están en su mayoría inhabilitadas.

El estado las expropia para la construcción de nuevas vías de transporte o viviendas, muchas de ellas han sido abandonadas y otras son paso para aficionados al senderismo.

En los últimos años se están tratando de recuperar con fines turísticos. En la Comunidad de Madrid se celebra durante el mes de mayo la Trashumad, una ruta a través de cañadas que se extiende desde Colmenar Viejo a Buitrago de Lozoya y en la que los ciudadanos pueden ser parte por unos días de la trashumancia.

La figura de Manolo se diluye en la niebla de los robledales. Su vida nostálgica y solitaria empieza a ser tan sólo un recuerdo de aquella España “campesina”. Una vida que algunos recuerdan con la palabra del verso bucólico y otros, como Manolo, que a veces han pensado sentirse “en el infierno”.


27.10.06

El hombre y la máquina, un recorrido por la nueva Línea 3 de metro

Miguel Amores

Es difícil no parpadear al entrar en alguna de las estaciones de la renovada Línea 3 del Metro de Madrid. La luz de la multitud de lámparas alógenas del techo rebota en las baldosas del suelo y en las paredes blancas, reflejando una claridad inesperada para quien viene de la calle. Justo, empleado del metro en la estación de Plaza de España, hace ya varios días que no parpadea al entrar en su lugar de trabajo. Fue trasladado a esa estación cuando se produjo la reapertura de la línea, a principios de octubre. Para este trabajador del metro, que desde que tenía 30 años ha trabajado en casi todas las líneas del suburbano madrileño. En sus 20 años de experiencia, este nuevo destino ha significado más cambios que otras veces. Su principal función ya no es vender billetes en el interior de una taquilla, como ha sido siempre, sino asesorar a los viajeros tras un mostrador de aspecto moderno donde se apilan planos de metro.

La renovación del Metro de Madrid comenzó a finales de 1999 cuando la EMT, empresa pública propietaria del metro, emprendió la ampliación más ambiciosa de su historia. El objetivo era enlazar por el subterráneo los municipios del sur de la Comunidad con el centro. En 2003 concluyeron las obras de MetroSur, y sus trece estaciones de nueva planta adoptaron un sistema de funcionamientos mucho más automatizado que permitía ahorrar personal. Este nuevo sistema, que sustituye a los taquilleros por máquinas expendedoras de billetes e incrementa el número de vigilantes en cada estación, es el que en el futuro se implantará en todas las líneas del suburbano.

Tras su mostrador de Plaza de España, Justo juguetea con su alianza mientras charla con un vigilante. Habla despacio y es de maneras muy tranquilas, casi de hombre de pueblo, hasta el punto de que no llega a encajar bien en un entorno de luz alógena y fibra de vidrio. Hace un rato tuvo que dejar el mostrador para atender la queja de un viajero. El hombre insistía en que había un fallo en el callejero colocado justo a la entrada, que llevaba diciéndolo meses, que había mandado decenas de cartas y aún así nadie le hacía caso. Justo, que no está convencido de que exista ningún error en el plano, le calma diciéndole que llamará al jefe de estación para hablarle del tema. “Es que cada vez que paso por delante me cabreo”, concluyó el viajero. Para desempeñar su nueva misión los empleados del metro han tenido que hacer una serie de cursos de reciclaje que les prepare para un mayor contacto con el público. “Ahora ya no somos simples empleados de metro –ríe Justo- sino que oficialmente los que estamos aquí detrás del mostrador nos llamamos supervisores comerciales. Suena a cualquier cosa, ¿verdad?”

Este cambio de funciones no ha despertado demasiadas reticencias por parte de los trabajadores. Los sindicatos pactaron los cambios con la EMT, que garantizó que no habría despidos ni prejubilaciones, y en la práctica la mayor parte de las quejas provienen de los viajeros, en especial de las personas mayores, que no siempre se entienden bien con las máquinas de los billetes. La ausencia de conflictividad laboral ha estado también favorecida por un ligero aumento de los sueldos de los empleados, derivado de un incremento de la productividad. “Al principio –reconoce Justo- los trabajadores nos mostramos un poco desconfiados. Es normal, a nadie le gustan demasiado los cambios. Pero luego la gente se va adaptando y la idea acaba por calar. En verdad nuestro trabajo tampoco ha cambiado tanto. Antes también se acercaban muchos viajeros a consultarnos”.

La Comunidad de Madrid emprendió una importante campaña publicitaria por la reapertura de la Línea 3. Se emitieron spots publicitarios en Telemadrid, se instaló publicidad en muchas paradas de autobús y en las propias estaciones se repartieron miles de folletos que hablaban de las ventajas de la línea renovada. Cuando se le pregunta a Justo su opinión sobre las razones que motivaron las obras de remodelación, él evita referirse a operaciones de imagen o a jugadas destinadas a las elecciones de mayo. Para él todo obedece a un motivo mucho más simple: ahorrarse personal. “Antes –cuenta Justo- en una estación de tamaño medio eran necesarios en cada turno cuatro empleados y un jefe de estación. Hoy, en muchos sitios sólo te encuentras a dos personas: el empleado del metro y a un vigilante de seguridad. La razón por la que no ha habido despidos es que el metro se expande constantemente”.

Durante toda la mañana Justo ha tenido que abandonar el mostrador tres veces para reparar una de las máquinas expendedoras. El problema es que el billete, una vez pagado, se enreda entre los engranajes internos y es preciso abrir la carcasa de la máquina para extraerlo. Algo parecido ocurre con los dispositivos con sensores de movimiento que han sustituido a los tornos, que también se averían con facilidad. Lo cierto es que Justo está un poco preocupado por la máquina expendedora. Si sigue funcionando mal habrá de llamar a la central para que manden a alguien, una persona para arreglar una máquina que ya falla a la semana de ser estrenada.

26.10.06

La última batalla de la Brigada Internacional

Ángel L. del Castillo

Ya quedan pocos brigadistas internacionales, y son viejos, muy viejos. Entre ellos no está Nina Haslun-Gleditsch. Nina era noruega y aunque no combatió directamente en el campo de batalla contribuyó, decisivamente, a la creación y funcionamiento del Hospital Sueco-Noruego de Alcoy, en donde hoy se alberga una Escuela Politécnica Superior, que desempeñó un importante papel tanto como Hospital de Campaña como para la atención sanitaria a civiles durante la guerra civil española.

Cuando, en 1938, Nina volvió a su país, junto a sus recuerdos se llevó de España una hija a la que había adoptado del orfanato de Villar del Cobo durante su estancia por tierras españolas. En Noruega se convirtió en una luchadora infatigable contra la intolerancia, por la paz y el desarme hasta el final de sus días en los que militaba activamente en la asociación “Abuelas contra el Armamento Nuclear”.

Muchos años después de la marcha de Nina y del resto de Brigadistas, concretamente el 28 de noviembre de 1995, las Cortes españolas aprobaron, por unanimidad, ofrecer la nacionalidad española por carta de naturaleza a los veteranos supervivientes de las brigadas internacionales que lucharon en defensa de la República durante la guerra civil. Con ello se cumplió, con sesenta años de retraso, la promesa que les había hecho Juan Negrín, presidente de la República española. Muchos de los brigadistas ya no pudieron recibirla. Estaban muertos. Muchos de los sobrevivientes aceptaron el homenaje, pero Nina, sacando a relucir su rama pacifista, renunció a la posesión de la nacionalidad española porque en España se fabricaba y exportaba armamento militar.

Junto a la concesión de la nacionalidad, el trabajo de mantener la memoria de las brigadas se ha substanciado en la creación de asociaciones en su memoria, en la realización de numerosos homenajes, plurales e individuales y en iniciativas relacionadas con la investigación y la difusión como la creación del archivo histórico de las Brigadas en Albacete. Por ejemplo, la concesión de la nacionalidad fue posible al trabajo, entre otras organizaciones, de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales (AABI) que se creó con el objetivo de conseguir que no se pierda la memoria de una etapa de nuestra historia que tuvo y tiene repercusiones internacionales.

Sí, quedan pocos brigadistas internacionales, pero diversas organizaciones y ciudadanos siguen luchando por mantener vivo el reconocimiento moral que siempre han merecido tanto Nina como el resto de los brigadistas internacionales que participaron en la Guerra Civil española. Entre el 6 y el 12 de octubre, se reunieron 36 brigadistas, de Austria, Canadá, EEUU, Polonia, Israel, Rusia, Italia, Reino Unido y Luxemburgo. Representan a los 250 supervivientes de los 35.000 brigadistas de 52 países que, en su día, participaron en la guerra civil española. No estaba Nina, que murió en 1996. Esos días se realizaron diversos actos para conmemorar el 70 aniversario de su llegada a España, para luchar al lado de la República. Quizás haya sido la última vez que se reúnan.

16.10.06

El cartero de Henares, cuentista premiado

José Palacios

Investigación:
Celia Armenteras
Andrea Jiménez
Laura Sevillano
Jorge Serrano Pinto
Juan Rodríguez Hoppichler


Terraza del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 20.30 h. Eñe, revista para leer celebra la entrega de premios de su primer concurso de cuentos. La organización de la velada ha sido minuciosa. Nada más entrar me encuentro con los músicos, una banda de jazz sin nombre. Sobre la marcha y entre sonrisas deciden que se llaman como la cantante: “Graciela y los cinco”. Los invitados empiezan a tomar posiciones. Se saludan, abrazan. Parece un reencuentro de viejos amigos. Me dirijo hacia el bordillo de la terraza, insuficiente para evitar que alguien caiga los seis pisos de altura. Madrid a los pies. Uno de los chicos de la organización se acerca apresuradamente para advertirme que me quede cinco pasos del borde. “Hay mucho loco y letrado por aquí hoy, en especial los que han ganado”.

Uno de los ganadores se llama Poli Calle. Vive en el pueblo de Azuqueca de Henares, a cuarenta kilómetros de Madrid. Trabaja como cartero para la empresa estatal de correos. No frecuenta Madrid. El oficio que también ejerció Bukowski antes de dedicarse por completo a la escritura, le permite sostener a su familia y le deja tiempo para escribir teatro. Poli me comenta que es la primera vez que pisa el techo del Círculo de Bellas Artes.

Poli demuestra una conversación animada. Le acabo de conocer y ya me cuenta que su mujer, que le acompaña, es su lectora más crítica y la primera que lee sus textos. “Escribo cuentos como una vía de escape para descansar mentalmente del alboroto de los diálogos que inundan mi cabeza cuando trabajo en alguna pieza teatral”, me dice.


En la tarima, Alberto Anaut, director de La Fábrica Editorial, comienza su discurso: está allí porque la directora de Eñe, Camino Brasa, dio a luz una niña el día anterior. “Pesó tres kilos ciento sesenta gramos”, puntualiza. Simpática coincidencia de nacimientos. Anaut menciona al jurado del premio: Benjamín Prado, Gustavo Martín Garzo, Luís García Montero, Rosa Regás, Agustín Cerezales, Miguel García Sánchez y Carlos Franz, y muestra su satisfacción por el éxito de esta primera convocatoria: 2.400 relatos recibidos por Internet desde veintidós países diferentes. Sorpresa ante la cantidad de escritores argentinos participantes, 400. Uno por uno se acercan los finalistas: Laura Calvo, Doménico Chiappe, Sergio Galarza, Diego Fernando Montoya Serna, José Navarro, Mónica Sacco, Marcelo Silveira y David Torres “Aunque es costumbre quedar finalista de los premios, me complace que en éste se trate de la Revista Eñe, una letra que se encuentra en una de mis palabras preferidas”, ironiza Torres.

Cuando le toca el turno a Poli Calle, advierte que trae un discurso de 45 minutos. Hace un gesto, como si sacara el largo discurso de un bolsillo. “Es una broma”, se retracta y arranca una carcajada al público. Finalmente se convoca a la ganadora, Blanca Riestra. Viste un traje negro y chaqueta anudada a la cintura. Los tacones azules y abiertos dejan ver sus pies pequeños y bien cuidados. Vive en Alburquerque, Nuevo México, donde dirige el Instituto Cervantes, y ha viajado especialmente para la ceremonia. Lee un extracto de la novela póstuma de Roberto Bolaño, 2666.

Concluida la entrega formal de los premios, el ambiente pierde solemnidad. Converso con Poli mientras emboscamos a un camarero. Poli prefiere la cerveza, aunque también circula el vino. Damos cuenta de las croquetas, mientras me narra como vive el proceso de creación. Se le ve feliz, sonríe y sus ojos brillan: “Estoy encantado, nunca pensé que este cuento fuera a darme tanta satisfacción. Cuando me comunicaron que era uno de los finalistas no me lo podía creer”. Descubro que Poli Calle disfruta de sus 15 minutos de gloria.

A las siete, en la puerta del metro

Miguel Amores

El truco para que te cojan el periódico es mirar a los ojos. Si logras ese contacto visual, aunque sólo sea durante un segundo, la persona verá más allá de tu uniforme ridículo; verá en ti a un igual y lo más probable es que te coja el periódico aunque en el fondo no quiera, sólo por consideración a ti. Este consejo me lo dio José, que reparte prensa gratuita en la boca de metro de Serrano, junto a mí y otra chica más. Me lo dio una mañana en que apenas fui capaz de colocar unas decenas de periódicos en media hora, cuando lo normal en ese tiempo es repartir al menos dos fajos de prensa, que contienen unos cincuenta ejemplares cada uno. Empecé a taladrar con los ojos a todo el que salía por la boca de metro, y ya fuera por lo que me había dicho José de la consideración que provoca una mirada, o ya fuera porque, como me ha dicho alguna chica, tengo unos ojos bonitos, ese día al acabar la jornada apenas me sobró una treintena de periódicos.

A las siete y media de la mañana, la hora a la que empiezo a trabajar, Madrid ya no da la sensación de ciudad dormida. El tráfico empieza a ser bastante intenso y en la calle se ven algunas personas, sobre todo corredores y personas paseando al perro. Lo primero que hay que hacer al llegar es realizar una llamada perdida al coordinador de repartidores, para que sepa que ya estás en el punto de reparto. Después corto las cintas de plástico de los paquetes con unas tijeras que traigo de mi casa, cojo un taco de revistas y voy a la entrada de metro.

Saludo a José, que entra a trabajar antes que yo, a las siete, y me dirijo hacia el carrito donde están apilados los cerca de once paquetes de revistas que tengo que repartir hoy. José es de esas personas que siempre tiene la sonrisa a punto y un chiste o una buena anécdota en la recámara; es bastante alto y tiene algunas entradas en el pelo que le sitúan cerca de la treintena. José terminó Psicología hace unos años, aunque ahora se está preparando para las pruebas de policía municipal. Todos los días, cuando acaba con los periódicos, va un par de horas al gimnasio y una vez me contó, mientras fumaba un cigarrillo, que muchas tardes iba a correr algunos kilómetros a un parque de cerca de su barrio.

Hoy jueves me toca repartir la revista Oxígeno. Se trata de veinte hojillas de papel couché que tratan temas ligeros, como cine y tendencias. Comparada con el diario Qué! o el 20 Minutos es algo que se reparte bastante mal; te la cogen aproximadamente una de cada siete personas. Su única ventaja es que al ser muy delgada puede darse de dos en dos sin demasiada dificultad. Esto está prohibido por las reglas de la empresa, claro, que además obliga a llevar siempre uniforme, a decirle buenos días a todo aquel que te coja el periódico, a no hablar con los compañeros mientras trabajas, a dejar limpia de papeles tu zona de reparto, a no dejar paquetes de periódicos en portales o paradas de autobús y a no llevar ningún tipo de auricular mientras repartes. Yo he incumplido todas esas reglas en algún momento: he tenido broncas con los basureros porque mi zona estaba llena de papeles, no me he puesto la gorra de repartidor ni cuando hacía sol, he descubierto a Sabina a través de los cascos de mi MP3 y he dejado fajos de periódicos en paradas de autobús, párkings y cafeterías casi cada día. De todos estos incumplimientos puedo decir que estoy orgulloso. Por 4.70 euros la hora cobradas a través de una ETT no hay nada que me impulse a ser honesto.

Además no me gustan las bases sobre las que se asienta el negocio de la prensa gratuita. La enorme difusión de estos diarios, 3.3 millones de diarios en nuestro país, frente a los menos de dos millones de la prensa tradicional, no me parece en absoluto una democratización de la información, sino más bien un modo de ofrecer una realidad incompleta, amarillenta y descontextualizada para manipular mejor. Incluso el dueño de la mayor empresa mundial de prensa gratuita, el sueco Toernberg, describe sus publicaciones como “el Big Mac de la industria de Gutenberg”. Toernberg, de cuarenta años, se jacta además de no haber acabado la carrera de Periodismo.

Mientras repartimos, José me cuenta la película que vio anoche, una de risa. Al parecer iba de dos que se pasan el día haciendo el vago en un centro comercial, fumando canutos y charlando con el dependiente de un videoclub. Llega Juanito que, como nosotros, se dedica al negocio de la prensa, aunque su trabajo es llevar periódicos de pago a los portales de las casas. Juanito es un personaje curioso, de cierto toque galdosiano, con su ojo bizco, su sonrisa alelada y sus canas prematuras. A mí apenas me saluda, pero con José siempre intercambia algunas frases, y siempre de fútbol. Como todos los días, dice lo que acaba de leer en la prensa deportiva: habría que poner a Sergio Ramos de central y dejarle la banda a Pernía, y habría que sustituir en el mediocentro a Albelda por Xabi, que es de corte más ofensivo. José no está seguro de esos cambios; Pernía es bueno tirando las faltas, pero tampoco es que sea un gran lateral. Él, más bien, dejaría ese sitio para Míchel Salgado; y tampoco está seguro en lo de quitar a Albelda, porque sin él la selección es más vulnerable en los contraataques.

Hay, al menos, dos docenas de personas que pasan por esa boca de metro todos los días y cuya cara ya me resulta familiar. Hay un hombre que pasa pronto todas las mañanas con su pastor alemán que pide siempre dos periódicos; hay otro que pasa todos días en torno a las nueve y media que se parece a Solbes, el ministro de Economía, sólo que más delgado; también hay una chica que siempre va muy maquillada y con pendientes largos que nunca coge ningún periódico, y un hombre con traje de ejecutivo que siempre va hablando por el móvil. Con la mayoría de ellos jamás he intercambiado más que dos palabras y, sin embargo, es curioso la cantidad de detalles que se llegan a recordar. Tal vez porque repartir periódicos es un trabajo que no requiere ningún tipo de concentración, uno empieza a fijarse en que, por ejemplo, ese hombre lleva hoy la misma camisa que llevó el martes, o que esa chica se ha cortado el flequillo y se ha puesto mechas. A veces espero reconocer esos pequeños detalles con la misma impaciencia con la que de pequeño miraba cada mañana las plantas para ver si habían crecido durante la noche.

José ya ha terminado hace rato de contarme la película cuando viene Antonio, que es portero de una casa que queda a pocos metros de donde repartimos. Antonio, que tiene una cojera muy acusada y siempre nos cuenta un par de chistes, baja todas las mañanas y nos toma un taco de periódicos a cada uno para dejarlos dentro de su portal y que puedan cogerlos los vecinos. A lo largo de la mañana hablamos con una veintena de currantes que en uno u otro momento se dejan caer por la entrada de la boca de metro. Son los porteros de alrededor, los transportistas, los agentes de movilidad, los basureros y los vigilantes del metro, que pasadas las nueve suelen subir a la superficie para echarse un pitillo. Son conversaciones triviales, sobre el tiempo o sobre la huelga de metro, pero que están rodeadas de algo especial, una especie de mezcla entre la camaradería y la franqueza propia tan solo de aquellos que para ganarse la vida han de trabajar con sus propias manos.

Cuando me quedan seis paquetes en el carrito llega Lucía, que reparte el 20 Minutos. Hoy la ha traído su novio en el coche y ha llegado un poco tarde, pero le da igual. De hecho, está más sonriente que otras veces. Los ojos le brillan más que de costumbre tras sus gafas sin montura, y al andar puede dar la impresión de que da pequeños saltitos. “Como mi novio se levanta muy pronto para ir a trabajar los días laborables no le suelo ver hasta la noche. Aunque por la mañana noto sus besos cuando aún estoy dormida”, nos dice.

Una vez colocado el carrito Lucía coge un taco de sus periódicos y se coloca junto a mí. Cada uno tiene asignado nuestro lugar alrededor de la entrada de la boca de metro: José pegado a la barandilla, yo en la entrada misma del metro y Lucía dos metros a mi derecha. Se trata de una colocación estratégica: todas las personas que salen del metro pasan por el pasillo que formamos, de tal modo que es muy difícil que alguien no coja uno de los tres diarios que se le ofrecen.

Pasadas las nueve, un hombre delgado y de piel cobriza pega un cartel en el buzón que está junto a mi carrito. Es de la AVT, y llama a manifestarse el sábado contra la política antiterrorista del Gobierno. Todos nos quedamos mirando (en verdad cualquier detalle que se salga un poco de lo normal basta para que dejemos de trabajar y nos quedemos mirando) y a José se le tuerce la sonrisa por primera vez en toda la mañana. “La verdad es que es una vergüenza lo que está haciendo Zapatero en el País Vasco”, dice. Nos cuenta que él conoció el caso de un Guardia Civil que murió en un atentado de ETA. La mujer se dio a la bebida, y la hija, “que no tenía quien la llevara”, empezó a hacerse tatuajes y a frecuentar muy malas compañías. Yo estoy apunto de responder algo, pero en el último momento me lo pienso mejor y me callo. Hace unos meses, con todo el lío del Estatut, tuve una discusión bastante agria con una amiga, y desde entonces ya casi no nos hablamos. Simplemente no vale la pena.

A las nueve y media, pasadas ya dos horas desde que empecé a trabajar, me quedan cuatro paquetes por repartir, y decido que ya es hora de irse. José se acaba de marchar hace diez minutos, mientras que a Lucía le queda aún la mitad de los periódicos, aunque los suyos se reparten rápido. Meto dos paquetes de revistas en la mochila, cargo dos más con cada mano, me despido de Lucía y me pongo a esperar en el cruce a que el semáforo se ponga en verde. Unos cien metros más allá, en una bocacalle por donde pasa poca gente, existe un contenedor de esos de papel y cartón. Cuando arrojo los paquetes de Oxígeno no experimento ningún tipo de mala conciencia. Me acuerdo de los cuatro euros con setenta céntimos y de todas las horas extras impagadas, y siento más bien como si estuviera reequilibrando una injusticia.

Para volver a casa, bajo por las mismas escaleras de la boca de metro ante las cuales he estado plantado durante dos horas. Saco el abono de la cartera, cruzo el torno y ya en el andén veo algo que me arranca una sonrisa: es una señora de la limpieza, una con la que hemos estado charlando hace un rato, que arrastra con su mopa una gran masa de periódicos y revistas que la gente ha arrojado al andén desde primera hora de la mañana.