21.11.06

En cualquier bar con Javier Krahe, cancionero en tierra

Juan José Mercado

Es viernes. Javier Krahe da un concierto en la sala Galileo Galilei y me ha citado para charlar en su camerino. Son las diez menos veinte de la noche y hace diez minutos que debía estar con él. El Metro de Madrid no vuela. Como siempre que viene, en la entrada está colgado el cartel de “no hay billetes”. Al entrar, la gente ya ha ocupado sus mesas. Los que no reservaron a tiempo, intentan acomodarse en cualquier lugar confortable. Abriéndome paso entre todos, subo al camerino, pero está cerrado. Bajo y lo busco por todo el salón.

Lo encuentro acodado en la barra, en compañía de una rubia cualquiera que ríe y lo mira con reverencia. Un rubia que perfectamente podría ser aquélla Jessica Rabbit que, ante el estupor de todos, quería pasarse la vida colgada del cuello del famoso conejo por la sencilla razón de que “he makes me laught”. Al verme, la despide con dos besos, coge su cerveza con una mano, me estrecha la otra con alegría y me invita a que subamos al camerino “porque después será mucho más complicado. Luego, hay mucha gente que quiere saludarme”. Como el público es abundante, el acomodador me aconseja que antes de subir deje la chaqueta en mi mesa. Lo hago intentando sortear, a veces con más pena que gloria, a la gente sentada en el pasillo.

La puerta del camerino está entreabierta, así que paso sin llamar. Al fondo de un pasillo oscuro, más propio de una cueva, tapizado en telas negras, veo a Javier, de frente, sentado en una silla roja e iluminado por uno de esos espejos rodeados de bombillitas que uno ha visto en tantas películas de artistas y folclóricas. Destaca de entre la negritud de la entrada por la blancura intacta de la camisa, el pelo y una barba espesa, -“muy hecha al yeso”, que diría el poeta.

Sentenció Jardiel Poncela que lo más importante acaso en un hombre no era sino su aspecto, y el aspecto de Krahe es el de un marinero en tierra. Un marinero canalla, sabio, astuto, guasón, donjuán, sátiro, de norte bien definido. Un marinero sin otra cosa que pescar más que versos brillantes y sin otra espada que blandir más que la coña –marinera, claro- con que barniza cada una de sus frases. Vamos, que lo que menos le pega de principio son los cables y los focos del escenario. Nadie diría que este hombre lleva casi medio siglo cantando. Cantando alegre en la popa de una vida más pródiga en aplausos y risas que en billetes y monedas, pues no en vano el personal le ha escamoteado siempre el mapa con la X del tesoro. Unos mapas que parece se venden la mar de baratos en este panorama patrio que venimos sufriendo hace ya tiempo, tan operaciontriunfero, tan estribillado. Yo, que así lo veo, se lo largo a Javier quien me responde, no sé si con un pizca de falsa modestia, que “con vivir de la canción me parece estar ya bien valorado”. Claro, que hay vidas y vidas y Brassens, su gran maestro en la cosa del cante y la rima, no hacía más que vender discos como churros por tierras gabachas. Dicen que veinte millones, lo cual ni las cinturas metrosexuales de cualquier latinazo de turno.

Cojo una silla sobrante y la coloco frente a él, de espaldas a la entrada. No negaré que al mirarlo a los ojos así, tan de cerca, no siento una suerte de vértigo, de cierta responsabilidad autoimpuesta a estar a la altura de un hombre que tiene ganado a pulso un puesto en el podium de mi laico santoral.

Como pretendo publicar la charla en la revista en que participo, no tengo por más que sacarle algunas opiniones políticas: “ya sé que es un coñazo, Javier. Yo te lanzo algunos balones y tú, si quieres, los rematas”. Lo de coñazo lo digo, no porque no me guste el tema, que todo lo contrario, sino porque precisamente con él es de lo que menos me apetece hablar. El caso es que los remata todos: “la ley antitabaco es un paso más en la dictadura de la salud”; “sigo posicionado a favor de la legalización de las drogas, pues la ley no debe entrar en lo que cada quien se mete en el cuerpo”; “la memoria histórica debe quedar para los historiadores”; “sólo los cretinos se pueden creer los discursos de los nacionalistas. Claro que hay cretinos a punta de pala y, en fin, también tienen derecho a existir”.

Al hilo de todo esto le recuerdo cuando, hace cosa de quince años, en un famoso concierto de Sabina retransmitido en directo por TVE las cámaras desaparecieron físicamente del escenario cuando salió él a cantar la polémica “Cuervo ingenuo”, en la que denunciaba la actitud de Felipe González, mandamás a la sazón, respecto de la OTAN: “No es que no lo retransmitieran. Es que ni lo grabaron. Aquello me costó un año entero en el que nadie me llamaba. Realmente pensé que mi carrera había terminado”. No sería la primera ni la última vez, aunque sí la más grave, que Krahe sufriera el azote de la censura: sonada fue también la vez que cantó “Marieta” en la primera cadena, con el consiguiente colapso de la centralita telefónica a causa de la indignación general de la audiencia ante un tipo que acababa de pronunciar veintitantas veces la palabra “gilipollas”. Ninguna radio se atrevía a radiarla después.

A pesar de que en una de sus últimas canciones confiesa que el tema no le inspira, le pregunto si no tiene en mente escribir una canción política y, sorprendentemente, no sólo me dice que sí, que “tengo dos versos que me inspiran mucho”, sino que me los descubre en primicia: “me gustas democracia/ porque estás como ausente”. Entra en el camerino uno de los responsables del local para pedir que terminemos, que la actuación tiene que empezar. Hago ademán de levantarme de la silla para marcharme, pero Javier insiste en que continúe. Me atrevo a decir que se sentía a gusto. Por supuesto, no me hago de rogar y le pregunto por el mar, por el amor, por el tiempo y, cómo no, por uno de sus temas favoritos: la muerte.

-Te he leído últimamente decir que ya no te preocupa, lo que me ha recordado esa canción tuya de los comienzos que decía aquello de “la muerte no me llena de tristeza/ las flores que saldrán de mi cabeza/ algo darán de aroma…”
-Bueno, la cosa es que entonces no sólo me preocupaba, sino que me atormentaba. Era sólo una pose literaria. Y me ha atormentado a diario hasta hace unos años, que de repente me acordé y me dije: pues hace mucho que no me preocupa a mí el tema.

Ríe, y lo hace mostrándome una sonrisa grande asomada por entre la barba. Le digo que su obra tiene mucho del absurdo de los genios del 27 –Jardiel, Mihura, Fernández Flórez…- y confiesa tenerlos “muy leídos”, pese a no reconocer una influencia directa “aunque algo habrá quedado, claro. No obstante, mi gran maestro es George Brassens”. Sus músicos se mueven impacientes, así que justo antes de levantarme le suelto mi última curiosidad:
-Por cierto Javier, al componer, quién domina, ¿el verso o tú?
-Gobierno yo, pero la idea me la da la palabra.

Ahora sí que el tiempo se ha agotado. Me despido agradecido. Le estrecho de nuevo la mano, a la orilla del espejo de bombillas. Al marcharme, miro hacia atrás y alcanzo a ver aún su silueta blanca fundirse con el negro de las escaleras que lo llevan directamente al escenario. Antes de llegar a la puerta oigo los aplausos de un público impaciente y el “buenas noches” de un genio con el que he tenido la ocasión de compartir en solitario unos minutos preciosos. Cuando llego a mi mesa le escucho presentar su primera canción: “alguien me ha preguntado si a la hora de hacer canciones domino yo al verso o el verso a mí. En esta fui dominado”.

Un horrible pájaro negro me observa desde el techo de mi habitación

Celia Armenteras


Eran las tres de la madrugada y unos ojos negros me observaban desde el techo de mi habitación. Aquella visión era la consecuencia de un mes durmiendo apenas dos horas diarias. Asustada, cerré los ojos un momento para volver a abrirlos y asegurarme de que no alucinaba. Ahí estaba, un horrible pájaro negro, que supongo se refugiaba del calor, me observaba desde el techo. El incidente me dejó temblando una semana, pues aquel animal y su mirada se convirtieron en una especie de símbolo indicador de que algo estaba fallando de verdad. Así que empecé a preocuparme por esta enfermedad que padece de forma grave el 17% de los españoles, y casi el 40% de forma leve (¡y 70 millones de norteamericanos!): el insomnio.

No recuerdo muy bien cuándo empezó todo, qué día dejé de soñar para no dormir durante tanto tiempo. Sólo sé que aquella primera noche sin dormir algo hizo “clic” en mi cabeza, y desató una tormenta inconsciente que me mantendría en vela cuatro meses. Entre suspiros y llantos silenciosos he dedicado esas horas terribles a investigar las causas de esta epidemia.

A lo largo de tantas noches interminables he leído sobre el tema en internet, y durante el día he consultado a médicos y terapeutas. Uno de ellos me recomendó unas pastillas naturales que me han servido mucho; por cierto, prohibidas en España. Todas mis fuentes coinciden en las causas de tan incómoda patología: el estrés, el alcohol, algunos medicamentos, la depresión en todas sus variantes, algunas enfermedades como la obesidad, la apnea del sueño o las alergias; las drogas… A partir de estos datos, he dedicado horas a recapitular mi vida, el día a día en el trabajo, mi relación con amigos y compañeros, las vías por las que escapo de la monotonía, etc., y no he descubierto en ello nada que pueda diferenciarme del resto de personas que, me cuentan, se duermen como niños en cuanto sus mejillas rozan la almohada. No estoy más estresada que mis amigos, no soy ejecutiva, ni agresiva, ni manejo más dinero que otros; tampoco bebo más alcohol, ni tengo apnea, ni alergias, ni tomo drogas. ¿Por qué, entonces, yo no me duermo hasta que amanece, y mi marido arquitecto, cargado de responsabilidades, duerme plácidamente a mi lado, como un lirón?

Lo que más me inquieta son los efectos del no dormir, un amplio abanico que se abre con una baja productividad en el trabajo, y que pasa por la irritabilidad, por un mayor riesgo a padecer enfermedades, por una disminución de la calidad de vida, hasta llegar a una muerte prematura. La falta de sueño afecta negativamente al sistema inmunológico, que es el encargado de combatir virus y bacterias.

Con este panorama ante mis ojos, he decidido visitar a un psiquiatra, al que he acudido desesperada y dispuesta a atajar mi enfermedad con ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, o lo que sea. Y él me lo ha explicado todo con suma tranquilidad, tanta, que casi he bostezado. Me ha dicho que mi insomnio es la causa de tomarme la vida con demasiada inseguridad, por la forma en que mi personalidad se enfrenta a los vaivenes, y que hay que aprender a vivir más relajadamente, a reírse de uno mismo. Por eso, sus preguntas, muchas, han sido acerca de mi vida y de mí misma.

-¿Cómo eres? –preguntó el doctor Jerónimo Páez, jefe de servicio de
Psiquiatría en el hospital madrileño Ramón y Cajal.
-Tímida, insegura, perfeccionista, sensible –contesté en su despacho, sentada frente a él, en una mesa llena de libros y de papeles que hacían que me sintiera todavía más confortable.

Sorprendentemente, ahí está la respuesta, en mi caso, a tantas noches en vela. No me ha recetado nada porque no estoy enferma. Este insomnio que padezco se cura con paciencia y con el ánimo de aceptar que mi afán de perfeccionismo no siempre es sano. Supongo que lo iré entendiendo con el tiempo.

La colmena entre rejas

Javier Arana

A las diez menos cuarto, en la Casa del Reloj”. Ésas han sido las palabras exactas del profesor Emiliano Carretero, creo, y a menos veinte salgo a la superficie de Leganés, alardeando de bostezos enmudecidos por las escaleras mecánicas del metro. De verdad que tengo curiosidad por el tema de los juzgados, pero ya puede ser espectacular el tema, que me han sacado de la cama un viernes por la mañana, mi día sagrado.

Me fijo y no veo ningún reloj. Aunque al poco de echar a andar me hallo en medio de una gran plaza, rodeado de ilustres edificios municipales y por supuesto del venerado centro comercial de la zona. Esto va a ser la versión apócrifa de mi Plaza Mayor, verás. A lo mejor vienen aquí a tomar las uvas. La verdad es que me siento como en casa en medio de la vorágine, del barullo de ciudad, abrazado por tanta prisa. Y al segundo, abducido de mí, me doy de bruces con mi grupo.

Por allí viene Carretero, el treintañero trajeado como de costumbre. Tengo que agacharme para los besos protocolarios y empiezo a escuchar al letrado anfitrión, que casi me rompe la mano. “Bueno, aquí tenéis, aquí nos concentramos todo Leganés. Eso es el Ayuntamiento, la plaza de toros, el mercado, la comisaría… y aquí en frente, el de las rejas blancas, es el edificio de los juzgados”. Hay un furgón de Policía aparcado en un lateral, y Emiliano me lee el pensamiento. “Por allí se entra a los calabozos” –se ríe-. “A ver si tenéis suerte hoy y veis algo. Qué cara se os ha puesto…”.

Lo cierto es que el vehículo parece bien aburrido. Entonces, una cuadrilla de cinco sale tan tranquila de detrás de las rejas blancas que cubren parte de la fachada, y se acerca en nuestra dirección. Se saludan que da gusto con nuestro guía en funciones. “Anda que cómo viven los funcionarios. Ésos trabajan de nueve a tres, por la mañana, y se van ya a por el primer café. Aquí nos conocemos todos”. Entonces una compañera de clase pregunta, divertida, si allí dentro no se lo toma ni uno en serio. “Pues… qué queréis que os diga. Ahora veréis, paciencia, ahora veréis…”. Y Emiliano alarga la intriga mientras arroja un guiño de complicidad a otro zángano rezagado. Me doy cuenta de que es un tipo majo, este Carretero, siempre franco y sin fantasmadas. Aquí todos parecen tomárselo con calma. ¿Pero por qué esa fama de serios, y tanta reja blanca? Reconozco que empieza a picarme el misterio.

Pues allí dentro que nos zambullimos. Nada más entrar, un detector de metales por el que casi no quepo, pero no nos cachean. “No hace falta, si venís con Emiliano…”, dice un guarda fondón al borde de jubilarse. Más zánganos, y giros de cabeza a ceja alzada de mi profesor. Nos paramos ante la primera celda de la colmena. “Esto es la rueda de reconocimiento”. Nos abre y entramos en una habitación con un gran cristal. “Es igual que en las películas. Se ve sólo desde este lado. A veces, para completar la ronda de sospechosos, cogen a cualquiera de los que trabajamos aquí. Si son peleas de discotecas, suele ordenar el juez traer a los de seguridad de la plaza de toros, que están hechos unas bestias. Y vienen calladitos, que aquí es su Señoría quien manda.

Cuando el problema lo tiene un moro, me cogen a mí”. Sonrío; pienso que nos fascina cualquier tontería, parecemos japoneses a punto de sacar la cámara. “Vamos, que ahí al lado está el forense”. Entro, sumido en el enjambre, en un despacho lleno de fotos de paisajes tropicales, y nos recibe una mujer encantadora mientras –cómo no- el bueno de Emiliano nos tiene que explicar que en esa celda no hacen autopsias, sino cosas más aburridas como valorar lesiones de accidentes de tráfico. Surge algún suspiro de decepción, pero a mí me hace gracia el mito ridiculizado. “No, qué va, aquí llevamos el trabajo al día”, responde la secretaria -o concepto análogo- a la inevitable pregunta. Pues aquí algo no encaja, me digo yo, debe haber otro grupito de abejas obreras, de explotadas para arriba. “Arriba sí que andan asfixiados”. “Sí, ahora me los subo”, augura nuestro Carretero.

Acto seguido, estamos escalando el primer piso, guarecidos aún en las mismas rejas blancas de la ventana y luchando en bloque contra la corriente de abejas y sus portafolios. Por esta zona parece que habitan las obreras. Entramos en la sala reservada para los procuradores, sin embargo vacía, que parece más un área de descanso. “Aquí trabajo yo”, dice nuestro Emiliano. La máquina de café prominente y el cartel en la pared (“torneo de mus”) me despejan dudas. Aquí se ven todo obreras porque los zánganos han volado ya.

Para quien diga que en el Derecho sólo hay loros y nada de astucia. “La sala de al lado está a todo trajín, es donde se mueven los agentes judiciales. Son fundamentales y están sobrecargados, todo el día redactando documentos, el trabajo sucio del juez”. Vaya, me digo, efectivamente, el juez debe ser un zángano más. Qué alegría, ¿no?, y me quejaba yo –que no tantos otros- de algún profesor incompetente. “¿Pero qué exactamente hacen entonces los jueces?”, plantea una compañera a la que tenía por menos ingenua. “Lo vais a entender ya mismo. Vamos, que llegamos tarde a la primera vista”. Salimos de nuevo al rellano de las escaleras, a la luz enrejada de Leganés, y soy de los últimos en vislumbrar la Sala de Vistas. Mi cuello grueso ha permanecido girado, insiste en que observe a los salvadores de la colmena, al fondo, ¡qué estrés!, no dan abasto a producir miel. A ésos no les debe gustar el café, por lo visto, o quizá tanto empacho a tila...

Carretero nos guía hacia el interior de la Sala, de un naranja parqué interminable en suelos y paredes. El enjambre visitante nos movemos lenta, solemnemente, y las partes del juicio nos miran. Parecen esperarnos, engalanados en sus togas y en sus ceños fruncidos, y nosotros devolvemos el gesto derrochando las miradas japonesas sin cámara. Deben de creerse que somos fieles idólatras; intuyo visos de sonrisas abriéndose paso en los abogados, de autocomplacencia. Si cuatro larvas neófitas y observadoras les inspiran algún tipo de superioridad, no deben ser muy brillantes, dentro y fuera de esa especie de capas negras.

Su Señoría la jueza, por cierto, es la única que no muta el gesto tras las gafas, ¿se la habrá tragado la cera? Esgrime unos cincuenta años encorvados hacia tanto folio. Tiene pinta de intransigente; ¿un zángano intransigente? Esto puede ser buenísimo, digno de documental. Nos dispersamos por unos bancos de madera atezada y sin respaldo, al tiempo que el micrófono del estrado despide una voz robótica, poco femenina. Entre autómata y riguroso, el tono de su Señoría la de cera comienza a escupir las formalidades obligadas al iniciar todo procedimiento, el preámbulo del verdadero litigio. Me es algo un poco anacrónico y superfluo, y eso que llevo dos años siendo educado en la importancia de la forma en el mundo jurídico.

Desconecto sin querer, hasta que empiezan a hablar los abogados. El uno le corta al otro, y la jueza a los dos, constantemente. Que si “vayan al grano”, que si “a mí no me venga usted otra vez con lo mismo”, que si “esto no se hace así”. Demonios, la cera está cada vez más irritada y a la vez más exultante. No deja de corregir, de ironizar. De nuevo un letrado vuelve a trastabillarse en su discurso. “Sí, venga, continúe y vaya acabando”. Éste acaba de licenciarse, está sin hacer y con un repeinado gelatinoso que no consigue del todo darle esos años de más. Soy yo igual de larva que él.

El otro abogado, el que acusa, en cambio es todo lo contrario. Sus seis décadas le quitan nerviosismo a la palabra, pero sigue sin convencer el viejo insecto, tan flácido y caducado. ¿Y quién se aprovecha? Su Señoría, ese mal genio de cera inmutable que reparte una vez más a diestro y siniestro. “Vamos, por favor, que pretendemos comer hoy”. Ahora llaman a declarar a una testigo, que entra por la puerta. Es una joven abeja dependienta; resulta que la cosa va de un encargo a una tienda de muebles, de no se qué malentendido en torno a “mi tocador del baño debía ser de caoba entero, ¡pero entero!, no sólo la puerta”. La verdad es que aquí, me digo, la gente va a juicio por estupideces tremendas. La de tiempo libre que se prodiga por ahí, y cuánto zángano inquieto.

El joven engominado procede al interrogatorio –representa a la tienda-, y la pobre chica está que tiembla. A la cuarta o quinta pregunta parece que la abeja temerosa va a llorar. Siento compasión, seguro que nadie le ha preguntado si pertenece en este juicio. Me jugaría una mano a que se ha equivocado al tomar el pedido, a que le han obligado a declarar o a olvidarse de su puesto de trabajo, y a que los aguijones de la tienda le han puesto cada palabra del testimonio en esos labios nerviosísimos. A todo esto, su Señoría incrimina al letrado novato que qué tipo de pregunta es ésa, y que cómo es eso de decirle a la testigo lo que tiene que decir. Luego, triunfante, repite la pregunta en su línea inmisericorde, a la otra que debe estar rozando el estado de trance. Dios mío, lo veo, bingo. Así que éste es su papel; nada de un zángano, me he topado con la verdadera abeja reina del lugar. ¿Y dónde quedará la justicia?

Cuando la escenita está vista para sentencia, salimos de la Sala a la luz enjaulada del rellano, que me debe de hacer aún más paliducho. El bueno de Carretero quiere saber qué nos ha parecido. “Los abogados, ni puta idea”. “Qué poco se lo han currado”. Yo añado que, la jueza, vaya encanto. Y entonces va Emiliano y se ríe. “Pues no tenéis ni idea. El juez del uno, el año pasado, salía a la calle vestido de paisano, y un tío que andaba peleando con los de seguridad va y le dice: ‘Y tú qué miras, gilipollas’. Va, se le queda mirando el juez, y contesta: ‘¿Qué miras tú, gilipollas? Detenedle’. Y pasó la noche en el calabozo”. Todo el mundo estalla en carcajadas, y el profesor hace un gesto honesto. “Os lo puedo jurar”. Yo no me planteo creérmelo ni no creérmelo, simplemente digo a modo de reflejo: “Será tal la burrada de oposición que se tienen que sacar, que el que lo consigue se cree ya el amo del mundo, ¿o qué?”.

Carretero se vuelve a reír y asiente. “Es muy dura, sí. Hay que echarle…”. Valor, pienso yo. Sí que habrá que echarle, sí. Y luego a lucir esa pose de reinas, a despilfarrar la joya venenosa del poder; eso sí que tiene valor. De verdad que a la reina de cera sólo le faltaba ponerse la corona. La tendrá escondida, ¿dónde la guardará? Y voy, y por fin caigo. Para eso tanta reja.

De Barajas a Getafe en taxi con GPS

Loreley Souto

Después de diez horas de vuelo, me encontraba en Madrid en el aeropuerto de Barajas. Coger aquella maleta completa de libros más que de ropa, requería un esfuerzo superior a mis posibilidades concientes; las consecuencias del pago del sobrepeso continuaban presente. Pero una vez más, los objetivos trazados superaban todas las barreras. Éste, había sido un viaje ansiado por mí. Nada me era habitual. La agradable sensación de seguridad provenía de mi fiel compañero de siempre: Jesús y del arrugado y desmerecido papel indicativo de las líneas de autobús y metros que conducían a Getafe.

Ya en el exterior, una dispuesta y larga línea de automóviles blancos habría de cambiar nuestros modestos planes: coger un taxi traería consigo un arribo rápido y confortable. El juego del azar coincidió en que nuestro conductor fuese un sexagenario, de complexión gruesa, de pocas palabras y poseedor de cierta tecnología, el GPS, que haría las veces de “segundo conductor” -como dijo. Y agregó: “No conozco bien Getafe, no es un destino común para mi. Las afueras de Madrid no las conozco bien”. Su atención se dividió entre el volante y aquel radar parlante, que, aseguró, le indicaría el camino preciso para llegar al Hostal Carlos III.

Luego de varios intentos infructuosos, escuché un monólogo sorprendente, que provenía del GPS. Con absoluta precisión, indicaba los giros y nombres de las calles que habría que recorrer para arribar al Hostal. De acuerdo a las explicaciones del primer conductor, aquella voz emitida por el radar tampoco sabía verdaderamente cómo hacernos llegar a nuestro destino final. Así, ya en la mismísima rotonda del Lazo Azul, el chofer decidió parar y bajar del automóvil, para consultar personalmente a un transeúnte que pasaba por el lugar. Eso sí, cuidando nuestra seguridad, previamente encendió la baliza y estacionó en la mano derecha de la glorieta del Lazo Azul. La sensación de inseguridad superaba con creces lo que acaba de experimentar a miles de metros de altura.

Bocinas y entredichos, lograron hacer volver al automóvil a nuestro conductor y compañero de aventuras. La información del transeúnte tampoco le fue útil, de modo que continuar la desorientada marcha era la única posibilidad. Luego, nuevos intentos desesperados con el GPS, que continuaba disfuncional, indicando caminos erróneos -según nuestro conductor-. Sorpresivamente, nos encontrábamos en la puerta del Hostal Carlos III. La confusión no nos permitió ser generosos, con nuestro primer conductor del taxi en España.

Lalla tiene 15 años, y está en venta

Marta Molina

La Source Bleu de Meski está contaminada. Las guías de viajes actualizadas, como la edición 2006 de la Lonely Planet, aconsejan evitar el baño. Pero Lalla parece indiferente a las infecciones. Con toda probabilidad, desconoce el estado patógeno del estanque.


Cuando sale del agua tras el enésimo chapuzón del día, lleva el pantalón pirata caqui y la camiseta fucsia que viste pegados al cuerpo por haberse sumergido con ellos. Mujeres y niñas de clase media y baja en Marruecos disfrutan del baño veraniego vestidas. Aunque al estilo occidental, se cubren casi por completo, como si se dispusieran a hacer compras o tomar un refresco en una terraza. Los muchachos, por contra, seleccionan bañadores modernos. Algunos, incluso, de conocidas marcas deportivas. Pero las chicas se visten por entero.


Como espacio de dispersión, la Source Bleu es una buena elección si se omite la higiene. Los baños, atestados de personas que se liberan de las ropas que hasta ese momento las protegieron del sol, hacen las veces de sede social para los insectos de la zona, atraídos por defecaciones en estado de descomposición, agua estancada y toda suerte de desperdicios. Aún así: para utilizarlos, hay que depositar un dirham (10 céntimos de euro).


Observada por su madre Mina, a la distancia, Lalla juega con unas amigas en el agua. Se suceden las ahogadillas y las bromas. Gritan, ríen y a veces se atragantan entre tanta algarabía. Hoy, Mina ha conocido a unos occidentales: tuvo la valentía de acercarse a las mujeres de un grupo de turistas españoles para ofrecerles higos y entablar así conversación.


Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Los índices de ambas manos, uno contra el otro. Un gesto que, si no universal, puede entenderse tras algún que otro esfuerzo de comprensión. Matrimonio, pareja, novio o ¿estás con alguien? Todo junto, otra vez. Cous-cous, maison, Er-Rachidia y frotarse los dedos. Mina repite esa mímica a la espera de que sus tres interlocutoras puedan entender que desea plantearles un asunto importante y que, para eso, lo mejor es hacerlo frente a un cous-cous preparado en su casa de Er-Rachidia, a escasos siete kilómetros del oasis azul de la Source de Meski. Tantos preliminares para conseguir un esposo a Lalla entre los hombres del grupo.


Mina ha contado bien antes de realizar el ofrecimiento. Son cuatro varones y tres mujeres. Uno de los hombres viene sin pareja y Lalla, según traduce su hermano Samir –Lalla no habla francés, lo que es habitual en la clase baja marroquí donde abunda el analfabetismo–, acaba de cumplir 15 años.


Poco instruida, como la mayoría de las mujeres marroquíes, Mina parece desconocer los asuntos legales que afectan a su sexo en un país de derechos matrimoniales reducidos. Hacerse cargo de su esposo, estar en igualdad de condiciones con el resto de las esposas del marido, disponer de bienes materiales y poder visitar a sus padres. Y poco más.


“Sorprende, ¿verdad?”

“Ça, étonne. Vrai? (sorprende, ¿verdad?)", señala con empatía Isabelle Richard, propietaria de un Riad turístico en Essaouira, una localidad de la costa atlántica reconvertida para ofrecer comodidades al estilo vacacional europeo.


Y claro que sorprende. Una cosa es la literatura de más de cinco años, lo que traducen los medios de comunicación sobre la realidad marroquí y otra, bien distinta, lo que puede observarse en las calles del reino alauí. No hay parangón.


Tras unos pies refugiados en decoradas babuchas sobre las que cae el caftán, caminan otros subidos en tacones de altura, por encima de los que se observan apretados vaqueros. Las calles de las grandes ciudades del país como Casablanca y Rabat e incluso las de otras más tradicionales como Fed y Marrakech están repletas de rostros femeninos localizables en cualquier francesa y, ahora cada vez más, española.


Esas jóvenes que juegan en red en los cybercafés, chatean en árabe, compran en locales de moda como Mango y Zara o toman té en céntricas terrazas de Rabat o Marrakech, parecen esconderse en las poblaciones rurales del interior del país. En ellas, las niñas no se desplazan. Primero, porque no sabe montar en bicicleta –principal medio de transporte de los jóvenes—y, segundo, porque la vida todavía mira hacia el interior del hogar.


Hay excepciones. Unas mondan pipas en las plazas de Meknés atentas a las miradas de los muchachos, otras salen a pasear cuando se agotan los últimos rayos y la temperatura da un respiro en el sofocante Marruecos y ciertas de ellas acompañan a sus hermanos menores a darse un baño en algún estanque cercano, como el de la Source Bleu. Pero siguen siendo pocas.


No son dos Marruecos

No son dos Marruecos. Es uno. El mismo país y realidades sociales diferentes que afectan, con mayor perjuicio, a la mujer. “Cuestión de género”, dicen las asociaciones feministas de un país con un gobierno de 35 ministerios y solo dos carteras dirigidas por mujeres: Desarrollo social y Emigración.

En enero de 2004, el recién estrenado rey Mohamed VI reformó el Código de Familia (mudawwana) elevando la edad mínima de matrimonio para la mujer de 15 a 18 años. Mina ha mentido en balde. Aunque sumara un par de años más, Lalla tampoco podría casarse hasta que no cumpliera la mayoría de edad.


Ni siquiera aparenta el número que su madre inventó: esos supuestos 15. Los pirata que porta miran hacia otras latitudes. Toman distancia de Er-Rachidia. El fucsia de la camiseta, empapada, grita adolescencia y su mirada, inteligente, expresa aún poca intención de rebatir a sus progenitores. Aunque apunta visos de hacerlo pronto.


Los minutos anteriores a que Mina emprendiera la negociación matrimonial, el intercambio de palabras entre Lalla y su madre ha sido más bien escaso. Por no decir nulo. Sin embargo, participativa, la joven juega con los más pequeños y simula ser cómplice de los prolegómenos al trato.


Los menores componen un grupo de siete, entre los que está un niño de unos cuatro años que atiende al nombre de Farid. Extrañada por contabilizar dos hermanos a los que atribuye la misma edad, una de las viajeras se interesa por el pequeño y su relación con el resto del grupo. Es hijo de Fatema, una de las amigas de Lalla. O eso parece entender. La comunicación tiene ida, pero no vuelta, cuando el árabe dialectal de Marruecos, nociones de francés adquiridas en una escuela oficial de idiomas en España y el inglés del tercer año de Filología de Samir en la Universidad de Fez soportan una conversación pluri-multi-triple lingua. Fatema es joven. Demasiado joven para ser madre, según la turista española. “No tener más de 15”, se atreve a calcular.


Los otros 15, los de Lalla, no son más que un reclamo dirigido a un hombre que por conservadurismo cristiano tampoco aceptaría nunca a una joven marroquí, como ofrece Mina. Esta mujer oronda, que aparenta unos 30 años, tatuada de henna y que no para de sonreír, eludió tomar en cuenta las consecuencias de sacar a una menor del país. Ella o el joven al que pretendía adjudicar a su hija podrían ser imputados de tráfico de menores. Un delito condenado en Marruecos con penas de entre uno y cinco años de cárcel y multas que pueden alcanzar el millón de dirhams (100.000 euros).


Menores

Explica Ana Ortiz, del Grupo de Estudios Estratégicos, que los padres envían a los menores a Europa "a sabiendas de que ésta va a ser la fórmula más sencilla de proceder a la reagrupación familiar".


En cifras de la Secretaría de Estado de Inmigración, este año, unos 300 adolescentes marroquíes llegaron a España solos. Todos ellos embarcados en pateras y, ahora, en cayucos. Al Ministerio de Trabajo, Asuntos Sociales e Inmigración y a los medios de comunicación se le escapan unos cuantos: los que acceden al país por otras vías, que no son la marítima. El matrimonio, una. Solo posible, en este caso de minoría de edad, tras autorización de los tribunales competentes.


Nadie le preguntó, pero parece que Lalla, con sus falseados 15, demuestra poco interés por los hombres. Menos aún por aquel que seleccionó su madre: un tipo vestido con camisa de Pedro del Hierro en una piscina natural contaminada del pre desierto marroquí. Al menos, ambos dos tienen en común que van ataviados de pies a cabeza. Uno y otro, a su manera y con sus diferentes motivos.


Lalla no es Hanás –un adolescente de 16 años que ejerce de proxeneta en la turística plaza de Jamaa El Fna de Marrakech–, ni Jamila, una niña de 14 años que trabaja en un burdel de Fed– y menos Zaida –escolar y prostituta de 12 años–. Pero al igual que ellos pudo estar a punto de que otros decidieran en su lugar.