5.1.07

No sólo tabaco en el homenaje a La Movida madrileña

Sonia Martínez

Cuando acabó la clase de Periodismo Literario, Atenea y yo nos fuimos a casa para cenar y cambiarnos de ropa. Yo no sabía qué ponerme. ¿Debía ir elegante? ¿Informal? ¿Con un atuendo que fuera acorde con lo que se llevaba aquellos años? Mientras buscaba algo aparente en mi armario, me dije a mí misma: “es una fiesta en el Círculo de Bellas Artes, así que vístete simplemente como si fueras a una fiesta”. Y me puse una camisa color rosa palo y unos pantalones oscuros de vestir, acompañados por unos zapatos planos de color marrón. Estuve a punto de ir con tacones, pero en el último momento me los quité. Al fin y al cabo, estaba cansada y no sabía con qué tipo de movida me iba a encontrar.

Nací con la Movida en el 84 y, a pesar de que suelo ver los documentales sobre aquella época, que de vez en cuando se emiten por televisión, la verdad es que no acabo de entenderla del todo. Sin embargo, imaginé que durante la fiesta homenaje a La Movida, podría formar parte por unos momentos de esa cultura que iba naciendo poco a poco en Madrid tras el fin de una archiconocida dictadura.

Quedamos a las 23.30 en el metro de Banco de España. Yo llegué 10 minutos tarde, preocupada por si me estaban esperando. Pero no, allí no había nadie. Y tuve que esperar casi un cuarto de hora hasta que vi aparecer a Atenea acompañada por Quino, un amigo nuestro de la facultad. Llegamos a la fiesta a las 00:00 horas, un poco después de que empezara. Quizá hubo un discurso de inauguración, que me habría venido bien para hacer esta crónica, pero “qué le vamos a hacer”, pensé. Cuando entramos, rechazamos unas chapas que nos ofrecieron los de la puerta y que decían “yo estuve en la movida” o algo así. No llevo una chapa de los Beatles, ¡y me voy a poner ésa!

La primera impresión que tuve de la fiesta me recordó a una boda, o a un guateque casero. Había mucha gente mayor, trajeada. Y también muchos treintañeros que vestían camisetas, y que estaban bebiendo, fumando y sin parar de reír… Atenea, por otra parte, me decía que además había intelectuales. La verdad es que no sé qué le hacía pensar que un tipo que simplemente portara una chaqueta de pana y fuera miope ya debía de ser un intelectual en toda regla. En general, poca gente bailaba. Y varios camareros se paseaban con parsimonia y con cara de aburrimiento a nuestro alrededor ofreciéndonos canapés. Lo de los canapés me llevó a una fácil y rápida asociación de ideas: “¡habrá barra libre!”

Atenea y Quino ponían malas caras, me decían que no les gustaba el ambiente, ni la música, y ya estaban pensando en que nos fuéramos a casa en media hora. Atenea no paraba de decirme “cuando te aburras y te quieras ir, lo dices ¿eh?” Y yo: “que no, si la que te quieres ir eres tú, ¡no me pongas a mí de excusa! Además, tenemos que hacer la crónica, nos tenemos que quedar más rato”. Como no querían ir a la barra ni moverse a lo largo del gran teatro Fernando de Rojas en el que se había montado todo el chiringuito, les dije que me iba a investigar. Encontré la barra, y ya iba a pedir una copa cuando vi que Quino y Atenea al final me habían seguido.

Cogimos nuestras copas y esta vez nos situamos más lejos de la puerta de entrada, en una de las cuatro o cinco mesitas altas que había en la sala para que la gente dejara las copas y los bártulos. Empezamos a bailar, la acústica era bastante mala; y cuando no me sabía una canción, no entendía nada de lo que decía la letra. Conocía pocas canciones. Además, el dj ponía más música de tipo psicodélico que de pop ochentero español. Sólo escuché una canción de Mecano, otra de Hombres G (“Venecia”) y dos o tres de Alaska. Del resto, ni me acuerdo. Respecto al ámbito internacional, reconocí especialmente “Video Kill The Radio Star”, de los Buggles, y una de Los Cure: “In Beetwen Days”.

Ya era la 1 de la mañana. Quino se tenía que ir, y Atenea me sugirió que nos fuéramos con él para coger el último metro, pero yo me acababa de pedir otra copa, y no estaba muy por la labor de irme a casa tan pronto. Seguí utilizando la excusa de la crónica y le recordé que ella misma había dicho que esa noche "lo íbamos a dar todo". La verdad es que, con estos argumentos, no me costó mucho convencerla. Despedimos a Quino, le acompañamos a la puerta de la calle y después fuimos otra vez para allá. La música que estaban poniendo en ese momento era bastante mala, y la gente mayor ya se había ido a casa. Sólo quedaban “frikis” de nuestra edad, que cada vez eran más numerosos, treintañeros, cuarentones, Atenea, yo, y otras chicas del montón.

No sé explicar por qué me gusta la movida. Siento por ella una especie de amor-odio. Me atrae todo ese rollo, pero a la vez me inquieta. En la sala, en una gran pantalla, se estaban proyectando imágenes de aquella época: gente bailando, discotecas, Rockola, etc. También, imágenes que mostraban a tipos decadentes, imágenes esperpénticas, de tipos disfrazados y maquillados, simulando escenas de carácter sexual. Cuando se acabaron las imágenes, se quedó en la pantalla un logo de “La Movida” y torbellinos psicodélicos bastante raros.

Cuando nos cansamos de estar en el sitio de la mesita alta, descubrimos la pista de baile. Nos subimos a ella y empezamos a relacionarnos. Nos hicimos bastantes fotos con el móvil de Atenea. Como en casi todas yo salía con los ojos cerrados, le pedía constantemente que me hiciera otra. Y también nos hicieron una foto a las dos juntas. La gente que estaba en la pista iba especialmente ebria. Y mi olfato me decía que allí no sólo se estaba fumando tabaco. Observé que se actuaba con total libertad, como me imagino que ocurría en los 80 bajo el amparo del alcalde de Madrid a la sazón, el conocido profesor Tierno Galván.

En la barra, los camareros, algunos de edad madura, no daban abasto. A veces me inspiraban compasión. A la una y media ya se les había acabado el hielo. Pero a la gente no parecía importarle mucho; seguía tomándose sus copichuelas. Yo casi no pude con la última, ya sin hielo. Además de lo cargada que estaba, había algo que me hacía pensar qua ya era una de las primeras raciones de garrafón. Nos quedamos hasta que acabó la fiesta, a las 3.

Estuvimos tomando un poco el aire hasta las 3:30, y después nos fuimos a casa en taxi. En el taxi sonaba Kiss FM, y comenzaba "Mrs. Robinson", de Simon & Garfunkel. Esta canción, a pesar de anteceder en el tiempo a la que se compuso durante la Movida, me serenó y me devolvió a la realidad, a mi realidad actual. Volví a ser yo. Se acabó la Movida, aunque sólo por esa noche.

En el escenario con Rosa Rovira y míster Parkinson

Sonia Martínez Robledo

El proverbio chino favorito de Rosa Rovira, “más vale llenar los años de vida que la vida de años”, resume la actitud existencial de esta mujer, que cuenta cuentos. Me mira a los ojos, mientras contesta a mis preguntas enlazando entre sus dedos el cordón de la chaqueta verde que lleva puesta, bebiendo unas veces un refresco, y llevándose otras un cigarrillo a los labios. Rosa Rovira nació en Móstoles (Madrid) hace 48 años, y padece parkinson desde los 33. Ahora vive en Toledo, y está plenamente volcada en su vida de cuenta cuentos.

Rosa asegura que se trata de una afición que nos permite sobre todo aprender a escuchar y a respetar. Gracias a su profesor de literatura de bachillerato se aficionó a la lectura y a la escritura, porque la “motivaba”. Además, Rosa ha vivido siempre rodeada de libros, y ama los cuentos desde los seis años, cuando un problema de columna la retuvo en cama durante una buena temporada. “¿Un día en mi vida? Pues, para empezar, suelo dormir poco, para que me cunda el día. La rutina me aporta momentos gratos, pero prefiero la noche, porque por la noche ya no hay que cumplir obligaciones. Me gusta estar rodeada de gente, hablar, comunicarme, sentir, compartir, vivir. La verdad es que no paro en todo el día.”

Rosa tuvo que abandonar durante dos años el escenario por culpa del parkinson. Su cuerpo “no la acompañaba”, pero su profesor creyó mucho en ella y consiguió recuperarse y volver. Ahora, enérgica, asegura que lo único que hace es “agarrarse a la vida”, como si fuera un tronco en el mar. Lo que espera de sí misma ante los demás es que la vean positiva. Rosa reconoce que en algún momento lo ha pasado mal, pero que sabe salir del paso interpretando, por ejemplo, a su personaje favorito, la señorita Gertru, que es una mujer muy tímida. Puede meterse en ese personaje y disimular así su inseguridad ante las personas que la están observando y escuchando.

Rosa asegura que siempre consigue atraer la atención del público: “Es muy gratificante el hecho de que a personas mayores les haya gustado oírme. A veces, cuando voy a algún pub, la gente está tan atenta que ni siquiera se atreve a levantar de la mesa la copa que se está tomando para no hacer ruido”, relata, visiblemente emocionada. También emplea una serie de tácticas cuando está sobre el escenario para conseguir que todo salga bien. Por una parte, hace gala de su buena vocalización, adquirida gracias a un cursillo; y por otra parte, toma prestada del famoso mago Tamariz la estrategia de tender cinco hilos al público, es decir, dirigir la mirada hacia cinco puntos claves para implicar así a la gente. A veces, Rosa incluso sube al escenario a algunas personas. Cuando está en su casa, se mira y se analiza ante el espejo: “Hay que ensayar: hay que saber enfadarse bien, reírse bien”, enfatiza con una sonrisa que quizás ha ensayado de antemano.

Asegura convencida que siente especial predilección por los cuentos para adultos. No en vano, su autor favorito es Mihura, con el que dice identificarse por “el humor absurdo e ingenuo” que se suele apreciar en sus páginas. También la gusta Carmen Martín Gaite y textos ya clásicos como “El Sastrecillo Valiente” y “El Principito”. Respecto a la relación que se establece inevitablemente entre escritor y cuenta cuentos, reconoce que algún escritor ha sido reacio a que se cuente su cuento. Pero que en general casi todos están encantados de ello. Recuerda pensativa que una vez escribió un cuento titulado “El Deshollinador”, pero la gente de su ambiente pensaba que no lo había escrito ella. Ahora ha empezado a escribir poesía.